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La economía italiana, del milagro a la quiebra

Hasta mediados o finales de los años sesenta todo iba aparentemente muy bien en la economía italiana. Elevadas tasas de crecimiento, las más altas de la OCDE, tras las del Japón; brillante expansión de las exportaciones industriales; razonable estabilidad de precios y equilibrio de balanza de pagos. Eran los tiempos del «milagro», ejemplo y envidia de muchos países, entre ellos el nuestro.Desde entonces -la divisoria se suele situar en el famoso «otoño caliente» de 1969- todo parece ir mal o muy mal en la economía italiana. Prácticamente ha cesado el crecimiento algo menos de un 2 % de incremento medio anual del PIB en el período 1970-1975, algo más de un 1 % «per capita». (Las previsiones para el año en curso suponen, como mucho, una expansión del 2 %). La inflación ha adquirido ritmos extraeuropeos: el índice del coste de la vida casi se ha doblado en seis años. Han declinado las inversiones y ha aumentado el paro, sobre todo el no censado. También la posición del Sector Externo ha empezado a presentar caracteres propios de la de un país del Tercer Mundo. La Deuda Pública Externa se estima en unos 117.000 millones de dólares, y su volumen se va acercando, muy rápidamente, al valor de las exportaciones anuales, cota de alarma convencional. A ella habría que sumar la Deuda Externa privada, probablemente de gran volumen. La lira se devalúa, a veces en tiempo de adagio, a veces en allegro furioso. Y no hace falta recordar la aguda intensificación de la conflictividad laboral, ni la amplitud que parece haber adquirido la evasión de capitales y hasta de empresarios.

Los italianos tienen grandes facultades teatrales y sus observadores tienden a imitarlas o superarlas. Seguramente lo primero que ocurre es que ni el milagro fue tan modélico, ni la quiebra es ahora tan completa. Pero, en todo caso, el cambio de fortuna ha sido brusco y rotundo.

Los alcances del análisis económico son demasiado cortos para explicarlo convincentemente. En las economías nacionales, las desdichas -lo mismo que las venturas- suelen venir juntas y configurando círculos viciosos o bien virtuosos. De uno a otro parece haber pasado la economía italiana. A posteriori, es fácil elaborar largas listas de las debilidades presentes en la situación italiana y, más o menos demostrativas, de la inevitabilidad de la actual crisis: desde la inestabilidad gubernamental (combinada con el inmovilismo político), hasta las crecientes dificultades que afronta en el mercado internacional, un país carente de materias primas o el no superado dualismo Norte/Sur. Lo difícil es aclarar por qué lo que ahora se suma en montaña de obstáculos, antes no lo hacía. Sin aspirar, por supuesto, a lograrlo, cabe centrar la atención en dos factores causales, sin duda, concatenados a muchos otros, pero que parecen de mayor importancia.

Reivindicaciones laborales

Según las estadísticas de la OIT, en el quinquenio 1970-74 Italia batió el récord mundial de conflictividad laboral, con unas 1.750 horas de trabajo perdidas por cada mil empleados. La cifra resulta elevadísima cuando se compara con la correspondiente al vecino más comparable, Francia (unas 300); no digamos nada con la alemana (unas 90) e incluso con la británica (unas 1.190). La combatividad de las organizaciones sindicales -las de conexión socialista o democristiana hacen sistemáticamente causa común con las de dirección comunista-, la frecuencia de las huelgas salvajes y de las declaradas por sindicatos menores -pero claves, como el de los pilotos-, constituyen hechos poco discutibles. Lo sería mucho, en cambio, como siempre ocurre en un ambiente inflacionista, el precisar qué tiene de agresivo y qué tiene de meramente defensivo el alza de salarios en el contexto italiano.El salario hora medio se ha doblado desde 1970; también lo ha hecho -casi- el coste de la vida. Y, en cualquier caso, quedarse en la constatación de la nueva agresividad de la moneda. El crecimiento italiano, de los años cincuenta y sesenta estuvo muy basado en la incorporación a la industria y a los servicios de una amplia reserva de mano de obra barata y dócil. El elemento complementario fue la rápida introducción de tecnología extranjera (aunque la propia italiana haya tenido mucho mayor papel que, por ejemplo, en el caso español).

En virtud, en gran medida, del propio desarrollo, la mano de obra italiana ha dejado de ser abundante, en todo caso para las categorías más cualificadas (y en Italia no se ha realizado el esfuerzo de formación profesional que hubiera sido preciso). Ha dejado, por tanto, de ser barata, y ha dejado, por último, de ser dócil. Es muy significativo el que sin abandonar las reivindicaciones estrictamente salariales, bases y organizaciones sindicales hayan ensanchado sus exigencias.

Se protesta también a propósito de las condiciones de trabajo y, sobre todo, contra la lamentable situación de los servicios públicos y semipúblicos, desde la asistencia sanitaria prestada por -o que debería prestar- la Seguridad Social, hasta los transportes y la vivienda.

Un sector público caótico

Razones para este segundo tipo de reivindicaciones parece haberlas sobradas. El Sector Público italiano es amplísimo: en 1974 los gastos de las diversas Administraciones (incluidos los de la Seguridad Social) equivalieron a un 40% del PNB. A la Administración propiamente dicha hay que añadir las Empresas Estatales: toda la gran Banca italiana y los conglomerados IRT, ENI, EFIM, EGAM, etc. Lo malo no es, en sí, que sea tan amplio. Los gastos de la Administración son proporcionalmente aún mayores, por ejemplo, en la República Federal de Alemania o en Suecia, y la envergadura de las Empresas Públicas francesas no es mucho menor que la de las italianas.Lo malo es que un Sector Público que ha adquirido tal volumen funcione con una falta de eficacia nada tolerable en un país industrial avanzado. Nunca lo hizo bien la Administración, pero su situación parece haber llegado a ser ya caótica, y, para colmo de males, durante los últimos años, la enfermedad se está contagiando a las Empresas Estatales, que se consideraban hasta hace no mucho - con alguna exageración- modelos del género. Bastaría con aludir a un solo dato, ciertamente clave: según el FMI, el déficit entre gastos (totales) e ingresos (corrientes) el Sector Público supuso en 1974 un 9 % del PNB y su magnitud había crecido ininterrumpidamente durante los tres años precedentes. A la insuficiencia de ingresos se une el desorden de los gastos.

Italia ha intentado convertirse en un país moderno conservando un sistema fiscal arcaico, injusto y evadido en gran escala que alimenta -insuficientemente- un gasto público con un gran componente de despilfarro. He aquí la gran dejación de la Democracia Cristiana, el iceberg del que la corrupción y el clientelismo constituyen la parte más visible.

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