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Vestir al desnudo

Como en la fábula, todos los espectadores de la vida política española saben que los procura dores van desnudos, aunque en este caso la prenda de abrigo que les falte no sea un uniforme vistoso sino la legitimidad representativa. Pero, a diferencia del cuento, no ha sido una voz ingenua la única en proclamar la verdad; incluso el Gobierno se ha unido ahora, con su proyecto de reforma de la Ley Constitutiva de las Cortes, al nutrido coro que desde hace años denunciaba el engaño. La propuesta de alterar el procedimiento de elección de la Cámara baja pone en evidencia (aunque la decisión de mantener los viejos mecanismos para el Senado la contrarresta) un hecho obvio: el barroco sistema de reclutamiento de procuradores era una ficción mediante la que mandatarios de reducidos sectores y grupos, funcionarios de la Administración y burócratas sindicales simulaban —ciertamente con poco éxito de público— representar al país entero. Ahora bien, este corto paso hacia la veracidad dado por el Gobierno plantea doble interrogante: ¿Cuáles son las posibilidades de que las -Cortes aprueben su autoliquidación? ¿Qué sentido histórico y político tiene que el entero plan de reformas pase por el tamiz de una institución cuya representatividad tan espectacularmente ha sido puesta en duda por quienes formalmente se someten a sus dictámenes?

La tormenta que desencadenó el señor Fernández-Miranda en la sesión informativa celebrada en las Cortes el pasado 6 de de mayo al hacer explícito su beligerante apoyo al plan de reformas del Gobierno y su escaso aprecio por la institución que preside es bien explicable. ¿A quién puede sorprender que procuradores protesten airadamente y rechacen tanto el destino que les aguarda (su desaparición en tanto que supuestos representantes populares) como el instrumento ideado para acelerar la operación de eutanasia (el procedimiento de urgencia)? Sin embargo, el Gobierno y el presidente de las Cortes parecen seguros de conseguir la aprobación del proyecto de ley, como paso previo para la celebración del Referéndum. ¿En qué pueden basar su optimismo? Independientemente de que algunos representantes familiares (o de otra procedencia) voten a favor de la reforma por convicción propia, el sistema de designación de procuradores permite a la Administración contar con la disciplina de los funcionarios que, en calidad de tales, ocupan un escaño. Otro grupo tiene asegurado —y algunos de por vida— su asiento en ese Se nado, decimonónico por sus poderes y composición, que el nuevo ordenamiento constitucional anuncia. Las incertidumbres acerca de la ley de Asociaciones y de la ley Electoral puede despertar en algunos la esperanza de que la oposición no acuda a las urnas a comienzos de 1977 o lo haga en condiciones tan adversas que sea necesariamente derrotada. Por último, es general la sospecha de que la supresión de las actuales Cortes se hará por las buenas o por las malas; el desafío lanzado por el señor Fernández-Miranda a los procuradores para que «tengan el valor de rechazar» el programa de reformas ante la opinión suena casi como una amenaza.

El espectáculo no es demasiado edificante como lección de moral cívica: se mantiene la ficción de que el cuerpo legislativo debe aprobar voluntariamente y, de buen grado su propia desaparición pero para conseguirlo no se vacila ni en recurrir a palabras intimidatorias ni en modificar sustancial e imprevistamente el reglamento de las Cortes, como si no fuera suficiente la lealtad de los funcionarios ni compensación bastante la creación del Senado y las limitaciones impuestas al proceso asociativo. Tampoco parece que este desenlace justifique, políticamente, el largo y desesperante aplazamiento que ha sufrido la perspectiva de transformación que la mayoría del país aguarda desde finales de 1975. De un lado, la futura remodelación de las Cortes deja en ridículo su anterior estructura representativa y, con ella, todo lo que apruebe o rechace ahora. De otro, la estrategia de hacer pasar el cambio por las horcas institucionales ha obligado a dejar en las alambradas del sistema la parte más sustancial de las promesas iniciales, ha dado lugar a graves y sangrientos conflictos y ha deteriorado irreparablemente la credibilidad del Gobierno.

La enseñanza es clara. Ante las resistencias encontradas dentro del sistema, el presidente de las Cortes, aliado con el Gobierno, ha improvisado un procedimiento de urgencia cuya fuente de legitimación no es jurídica sino política. Evidentemente, del antiguo régimen no se sale mediante la simulación de leer, como si fueran, democráticas, leyes que son inequívocamente autoritarias: cualquier procurador o consejero nacional puede revelar en un momento de mal humor el secreto de polichinela e interponer un recurso de contrafuero. El único camino para transformar las instituciones son las medidas abiertamente políticas; y éstas tienen que descansar —sea cual sea el nombre con el que se le bautice, sea cual sea la estrategia temporal que lo articule— en un acuerdo entre todas las fuerzas políticas, intramuros o extramuros del sistema, que se propongan fundar su legitimidad exclusivamente en el voto popular, libremente buscado y libremente expresado y que se comprometan a respetar el pluralismo, sin que, nadie reclame el monopolio de expedir certificados de buena conducta democrática.

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