Un fenómeno ‘pop’
Si no se hubiera convertido en uno de los emblemas de la cultura popular en el siglo XX, el fútbol sería un simple juego, como el bádminton o la petanca
Diego Armando Maradona murió el 25 de noviembre de 2020. A muchos escribidores nos tocó perpetrar el obituario de un héroe popular que lo encarnó casi todo, desde lo mejor a lo peor. Rememorando esa vida surgía, entre muchas otras cosas, una semifinal de 1990. Italia, anfitriona de la Copa del Mundo, se enfrentaba a Argentina en Nápoles. En esa ciudad del sur, Maradona, por decirlo en porteño, era Gardel. Y aprovechó su condición de mito local para azuzar los viejos rencores de los napolitanos contra esa Italia del norte que les llamaba terroni y les consideraba vagos y maleantes. Se atrevió a tocar la más sensible de las fibras políticas.
“Me disgusta”, dijo, “que ahora todos les pidan a los napolitanos que sean italianos y apoyen a su selección”.
El estadio se dividió. Gente como el cineasta Paolo Sorrentino (entonces con 20 años) o el escritor Roberto Saviano (un niño de 10) se inclinó por la albiceleste. Que ganó por penaltis. En la final, en Roma, el público italiano silbó con furia el himno argentino. Maradona no cantó su himno. Alineado con sus compañeros, repetía una y otra vez “hijos de puta, hijos de puta”.
¿Es eso fútbol? ¿Es eso admisible? Con la perspectiva de hoy: por supuesto.
Conviene recordar que el fútbol, como el flamenco, el jazz, el blues, la novela negra, el comic o las series de televisión, surge de la cultura popular o “pop”. Que no es lo mismo que la cultura de masas, un paso evolutivo en el que interviene de forma masiva la industria del entretenimiento. Creo que acabo de llevar la contraria al gran filósofo Theodor Adorno; ruego disculpas. Si no se hubiera convertido en uno de los emblemas de la cultura popular en el siglo XX, el fútbol sería un simple juego, como el bádminton o la petanca.
Episodios ásperos como los que vimos en el partido Holanda-Argentina, con su precalentamiento verbal, su calentamiento físico, sus malos gestos y sus malas palabras (dentro de un orden) pueden causar desagrado a algunos. No fue un espectáculo muy deportivo. Fue, sin embargo, un pequeño hito de la cultura popular. El “qué mirás, bobo” de Messi ya forma parte de la historia de los Mundiales. Por eso que decíamos: el fútbol es lo que es porque es mucho más que un juego.
Y todo lo que va detrás (las pataletas contra Argentina, las sandeces de y contra la prensa española, las absurdas rabietas anticoloniales argentinas, los complejos, la rabia, un montón de basurilla imprescindible para formar la estela del acontecimiento) forma parte del asunto. Aunque pensemos que se trata de un espectáculo poco apropiado para la correcta educación de los niños, los niños de hoy lo recordarán al cabo de los años, compactado y asimilado, como un episodio futbolístico que tuvieron la suerte de contemplar.
Sin la bronca argentina (y holandesa también) no habría contexto para admirar el orgullo marroquí. Ni sabríamos apreciar lo muchísimo que vale un tipo como Luka Modric, tan elegante en el juego como en la vida. Nos quedaría en las manos un simple entretenimiento no demasiado entretenido. Un juego. Un deporte. Una cosa correcta, higiénica, empapada de puritanismo (el signo de los tiempos) y exenta de locura.
Pero el fútbol requiere su punto de locura. Nos gusta porque nos vuelve locos, o niños. Y nos gusta tanto que asumimos con la cabeza gacha la hedionda corrupción que rodea el negocio.
Me gusta el fútbol como expresión desgarrada de la cultura popular. Y mi cabeza alberga varias ideas contradictorias: sé que Francia cuenta con el mejor equipo, sé que admiro a Croacia, sé que disfrutaría con un éxito de Marruecos, sé que deseo profundamente que gane Argentina.
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