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RELATOS DE UN AMATEUR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No es Qatar, es el fútbol

El ruido no se lleva bien con los negocios. Y aquí el estruendo es descomunal. No va a quedar en pie nada después de este espectáculo.

Mundial Qatar
Aficionados durante el partido entre Qatar y Senegal en la Fan Zone del área industrial en Doha, este viernesMARTIN DIVISEK (EFE)
Daniel Verdú

Toca decir ahora que el Mundial de Qatar es una vergüenza. La Capilla Sixtina de la violación de los derechos humanos. Una auténtica mierda de la que no podrá disfrutar sin sentirse culpable. También es verdad que llega usted algo tarde. Ya lo hemos dicho todos los periodistas, algunos políticos y hasta Héctor Bellerín, cuando constató que ni iba convocado ni le esperaban como recambio por lesión. Si han visto el fantástico documental de Netflix (Los entresijos de la FIFA) estos días, queda poco que añadir a lo evidente. Pero, ¿y si Qatar fuese solo el reflejo de lo que vemos cada fin de semana? Mejor todavía: ¿y si fuese una grieta en el sistema para cambiarlo desde dentro? Porque este Mundial, sin ninguna duda, va a acabar con las migajas de reputación que le quedaban a la FIFA y ha convertido en un despiadado Gran Hermano el cortijo de los emires. Pero, no nos engañemos, tampoco es tan distinto a lo que muestra este negocio el resto del año.

Qatar, un país más pequeño que Cáceres, es ahora nuestro retrato. Algo valleinclanesco y distópico, pero bastante reconocible. ¿Qué sucede en Doha que no pase en la Liga o en la Serie A? Los jugadores se quitan el brazalete arcoíris por miedo a una tarjeta amarilla, mientras la homosexualidad sigue siendo un grotesco tabú en nuestro fútbol (cuando no objeto de chistes entre dos capitanes de la Selección en Twitter) y nadie se atreve a salir del armario por miedo, sobre todo, al propio vestuario; deslocalizamos la supercopa de España en Arabia Saudí, esa democracia libre cuyo príncipe heredero, Mohammed Bin Salman, mandó descuartizar al periodista Jamal Khashoggi, según la inteligencia de Estados Unidos; los clubes han vendido durante años la publicidad de la camiseta a la propia Qatar o a sus aerolíneas; cada fin de semana se insulta de forma racista en los estadios o le cae a alguien una piel de plátano; y el lío de la cerveza… ¡llevamos sin podernos tomar una caña en el estadio 15 años! ¿A qué viene este ruido?

La palabra de moda ahora es sportswashing. Lavar la podredumbre de un régimen o una empresa con alguna competición deportiva de relumbrón Pero la FIFA ya le permitió celebrar a Argentina un Mundial en 1978 en plena dictadura. Un centrifugado de imagen fabuloso al régimen de Jorge Rafael Videla mientras el teniente general lanzaba a gente de los aviones y torturaba a embarazadas en la Escuela de Mecánica de la Armada, a 700 metros del estadio. A la Rusia de Putin tampoco le vino mal celebrar la edición de 2018 mientras preparaba esta guerra y ya había anexionado ilegalmente Crimea. Y el de 2026, el primero que asignaba Infantino, fue directo a la EEUU de Trump. Ha habido de todo. Y más que veremos ahora que Infantino ha convertido la FIFA en una empresa planetaria donde cada país representa un voto y Asia y África adquirirán mucho más poder. La próxima edición del trofeo debería celebrarse en Corea del Norte. Y la verdad, visto el daño que va a hacer este Mundial, quizá no sea mala idea.

La noticia es que a la FIFA y a Qatar les ha salido el invento al revés. Se ha transgredido la primera norma de la mafia siciliana. Alguien ha transgredido la norma sagrada de la Cosa Nostra: el ruido no se lleva bien con los negocios. Y aquí el estruendo es descomunal. No va a quedar en pie nada después de este espectáculo. Escuchamos a diario comentaristas sin el nivel, vemos a la policía obligando a mujeres a quitarse camisetas de protesta contra el régimen iraní, hay censura informativa y ¡un concierto de Maluma...! Dinamarca ha amagado con largarse de la FIFA y el otro día hasta le robaron a una reportera mientras hacía un directo, liquidando así el mito de la seguridad total de estas monarquías absolutas. Menudo desastre, toca decir. Hasta que ganen los nuestros.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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