Piqué se va, tú te quedas a pringar
Ojalá un día podamos gritar como hizo De Rossi: “¿para qué voy a entrar al campo si hay que ganar, no empatar?”
La escena se parece a cuando Daniele De Rossi no quiso salir al campo porque había que remontar el partido contra Suecia que dejaría sin Mundial a la Nazionale. No quedaba apenas tiempo. Se necesitaba munición. Y el capitán de la Selección y de la Roma consideró, contradiciendo a su técnico, que no era el indicado para evitar la catástrofe. “¿Yo? ¡Para qué coño voy a entrar si tenemos que ganar, no empatar!”, le gritaba al cuerpo técnico negándose a quitarse el chándal. Y no jugó.
Una vez al mes sueño que llega el día del partido y Guardiola decide que sea titular. Me susurra con esa voz ronca e hipnótica que confía en mí, que al equipo le vendrá bien mi juego y que salga al campo disfrutar. “¿A disfrutar de qué?”, le respondo. E insisto tartamudeando que no está en sus cabales y que a ninguno de los dos le conviene que prospere esa idea. Guardiola, fiel a sí mismo, persiste. Y yo, abrochándome ya las botas, comienzo a contarle que fui a un colegio en el que estaba prohibido jugar al fútbol. El director, le digo ya desesperado, un maníaco que se dedicó durante décadas a martirizar emocionalmente a varias generaciones, consideraba que era un deporte de bárbaros incompatible con la actividad intelectual. Por su culpa, controlar un balón con el pie es hoy para mí un desafío tan grande como lo fue para él educar a personas normales. “¡Saca a Pedro o a Henry!”, le imploro a Guardiola. Pero no atiende a razones.
Los mejores sueños, como las mentiras, exigen pinceladas de realidad. Necesitan extraer del inconsciente algún indicio de verdad. El cerebro, sin embargo, no manda en este caso las señales correctas sobre la edad o capacidades que uno tiene para la empresa que el hipotálamo propone mientras roncamos a las tres de la mañana. Y sucede porque, en realidad, uno piensa que podría seguir jugando algunos minutos de calidad en el equipo de sus sueños hasta que los futbolistas de su quinta comienzan a jubilarse.
A mí me sucedió con Xavi. El día que se fue, de algún modo, colgamos las botas los dos. Pero él se marchó con su familia a Qatar, y yo seguí ahí. A muchos chicos y chicas nacidos en 1987 les habrá pasado con Piqué. El cerebro, ese es el problema en este tipo de sueños, no tiene visión de futuro. Ni de negocio. Y se queda anclado en el periodo de jugador. Los impulsos eléctricos de la fase REM deberían sugerirnos que montásemos una tienda de deportes, como se hacía antes. O que fuéramos a foguearnos como entrenadores a los Emiratos Árabes. Incluso que fundásemos una start up molona llena de becarios con la que cambiaríamos las reglas de la Copa Davis, compraríamos el Andorra y luego nos separaríamos de Shakira. Pero no. Nos chantajea con nuestros recuerdos. O con los traumas.
Y cuando nuestros ídolos ya han decidido marcharse, se empeña en seguir ordenándonos a nosotros saltar al terreno de juego a hacer el ridículo ante nuestra afición.
Piqué se ha largado a vivir su vida. Olvídenle. Nosotros seguiremos ahí pringando cada domingo. Esclavizados por la memoria de nuestra infancia. Alimentando vergonzosos mundiales en el mes de noviembre en dictaduras del desierto, donde insultan y persiguen a los homosexuales y se trituran los derechos de los trabajadores. Nos pedirán que volvamos a ilusionarnos, ya verán. Y a algunos, varias noches al mes, nos convencerá otra vez esa maravillosa voz ronca para que salgamos ahí fuera a disfrutar. Y ojalá un día podamos gritarle aquello que le dijo De Rossi al pobre Giampiero Ventura.
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