Deep Blue, un vibrador y el final de la civilización
Elon Musk acusó a Hans Niemann de introducirse un dispositivo por el recto para ganar a Magnus Carlsen, el gran campeón de ajedrez. Hacer trampas se está poniendo cada vez más difícil
Las trampas, según el relato que se apresuró en confirmar Elon Musk, una de las personas más odiosas tanto dentro como fuera ya del sistema solar, se ejecutaron mediante una suerte de dispositivo dotado de inteligencia artificial que el jugador estadounidense se introdujo por el recto y cuya vibración le indicaba la jugada adecuada en cada momento. Hans Niemann atendía, sin apenas parpadear, a las señales que llegaban desde el final de su intestino delgado y decidía, en consecuencia, si aquella suerte de morse fisiológico le invitaba a sacarse de la manga, o de donde correspondiese, un pastor o un gambito de dama. Si han llegado hasta aquí, se habrán hecho ya una idea de lo complicado que se está poniendo hacer trampas en el ajedrez, metáfora reina de eso que llamamos vida.
La técnica del joven jugador estadounidense (19 años), a través de la cual, y siempre supuestamente, habría ganado al mejor de todos los tiempos, nos recuerda que un día la tecnología nos dominará. Y, sobre todo, que no reparará en lo desagradable o incómodo que pueda resultarle el método, porque someternos siempre valdrá la pena. Recuerdo la tarde que vimos en la televisión la cara de horror de Gari Kasparov al ser derrotado por la computadora Deep Blue. Yo tenía 16 años y estaba con mi padre, que entonces tenía la costumbre de jugar con un tablero electrónico al que, supuestamente, había adiestrado el mismísimo Kasparov (o eso ponía en la caja que le trajeron los Reyes). Él, ingeniero industrial, quedó entusiasmado con el combate definitivo entre el hombre y la máquina. Yo, que entonces solo aspiraba a tener una banda de punk tocando apenas tres acordes en la guitarra, me sentía en el sofá de casa como Sarah Connor luchando contra Skynet.
Niemann, por lo que sabemos hasta la fecha, es un tipo algo extraño. Pero resulta que Carlsen no tenía pruebas y que ahora ha sido demandado por un mínimo de 100 millones de dólares por difamarle.
También en la época de Deep Blue, en pleno 1996, a mi amigo Nacho le sucedió algo parecido. Su novia interceptó un día una carta de amor dirigida a otra chica. Una cursilería en la que le prometía pasear por la orilla del mar del Ampurdán y otras aventuras con rima. Mi amigo se excusó alegando que había sido obra del demonio. Le dijo literalmente que el mismo Belcebú había escrito aquella misiva de su puño y letra y que él no tenía nada que ver. Así de sencillo. A ella se le quedó una cara parecida a la de Carlsen cuando escuchó que su rival se había introducido un vibrador anal para ganar la partida. Pero lo más relevante, quizá por lo alucinante que debió parecerle todo aquello, es que no le dejó. Al menos en ese momento.
Hacer trampas, especialmente en la cara de quien las sufre, sigue siendo rentable. Y el mejor método. Lo vemos en las relaciones de pareja —en inglés cheating— y en la política. Y también en casi cada partido de fútbol. La tarde del 22 de junio de 1986, un balón mal despejado por el defensor Steve Hodge que rompió el fuera de juego y voló hacia el portero inglés, un tal Peter Shilton, que saltó para agarrarlo. Corría el minuto 6 de la segunda parte y aquel argentino, 20 centímetros más bajito que el guardameta y 100.000 metros más listo que todo el estadio Azteca, levantó el puño y consumó lo podría ser la Capilla Sixtina de las trampas en el deporte. Lo hizo mirando de reojo al línea y al árbitro. Pero aguantándole la mirada a toda una nación tan arrogante como Inglaterra. Así se hacen las trampas, no escondiendo objetos en el trasero, pensaría hoy el bueno de Maradona. Porque el fin de la civilización está cerca, y es mejor que nos sorprenda cómodos.
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