Los monstruos de septiembre
Es difícil detectar cuando las cosas terminan y no dejarse arrastrar por el patetismo que las extiende más allá de su naturaleza: nosotros nunca supimos decir basta
Las luces se apagaban, se formaba la cola en el guardarropa y caminabas con los pies pegajosos hacia la salida con la música todavía clavada en esa parte del cerebro que no suelta la presa si sabe que, a cambio, recibirá algo más de serotonina. Nos sucedió durante años. Y luego enfilábamos la avenida del Paralelo o la del Carrilet, donde estaba aquella discoteca de franceses. A veces comíamos algo y buscábamos un lugar donde seguir la fiesta como si el sol, el cansancio o las tres llamadas perdidas de tus padres no fueran suficiente para entender que había llegado el final. Algunas veces, aguantábamos hasta el partido de la tarde. Y cuando alguien tenía entradas, cruzábamos Barcelona para verlo en el campo con unas ojeras que llegaban hasta el vestuario. A esa hora ya no valía la pena acostarse sin conocer el resultado. Porque digámoslo claro, algunos tenemos serias dificultades para decir basta. Aunque determinados meses se empeñen en obligarnos.
Septiembre es una bisagra cruel donde se sufre aquello que advirtió Antonio Gramsci a comienzos del siglo XX. “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en nacer. Y en ese claroscuro aparecen los monstruos”. Las aberrantes criaturas, en este caso, somos nosotros afrontando los primeros marrones en el trabajo, los desengaños que oculta durante un mes el bronceado y los resultados nefastos de un delantero que en pretemporada parecía Maradona. Septiembre es el fin de casi todo, pero tampoco acaba de ser el comienzo de nada. Y casi siempre toca decir adiós. Y eso quizá sea lo más complicado. A menos, claro que, seas Casemiro, capaz de largarse sabiendo que ya nada será más importante que tus cinco Champions. O el juez Pedraz, con ese extraño don para despedirse en el chat de whatsapp. “Lo que me gustaría ya es zanjar este tema. Esta relación se ha roto, que cada uno sigamos nuestra vida, nuestro camino y, bueno, yo volviendo a mi rutina, llevando a mi perra a la peluquería y haciendo mi deporte”.
La frase es desarmante. Y encima funciona como una navaja suiza. Messi podría haberse ahorrado un año de propina en el Barça de haber usado esa fórmula en el burofax que mandó a Bartomeu. Y, probablemente, también una agonía estéril, lágrimas y alguna humillación en el campo. Pero es difícil detectar cuando las cosas terminan y no dejarse arrastrar por el patetismo que las extiende más allá de su naturaleza. Siempre es útil que haya alguien al otro lado del espejo que nos los recuerde, como hizo Florentino Pérez -el juez Pedraz de los presidentes de fútbol - con Raúl, Casillas o Sergio Ramos. Quizá por eso la historia está plagada de deportistas que no han sabido decir adiós. Le sucedió en la Roma al mismísimo Totti, que terminó chupando banquillo, sembrando la discordia en las oficinas de Trigoria y recordando toda su vida a modo de meme el día que el Real Madrid quiso ficharlo. La leyenda del Capitano es otra, pero el sábado pasado regresaba la memoria de su final viendo a las caras de Piqué y Jordi Alba en el banquillo.
La música, en lo que se refiere a nuestro caso, seguía sonando en algún lugar del cerebro cuando volvíamos a casa después de agotar las últimas horas del domingo y nuestras fuerzas en la grada del estadio. A partir de septiembre llegaban los monstruos, y aquella sensación se mezclaba ya con el ruido de los goles, el olor al bocata de butifarra barata y las latas de cerveza. Y siempre nos reíamos de los aficionados que se levantaban antes para evitar las colas. Eran los mismos que corrían al guardarropa antes de que se apagase la música. A nosotros, por una cosa u otra, nos gustó siempre irnos los últimos.
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