Del Mundial de Kissinger al de Qatar
Para el Mundial de 1966 la FIFA prohibió que cualquiera que hubiera jugado en una selección, aunque fuera en juveniles, jugara luego para otra
Durante el Mundial de México, Kissinger, un norteamericano prematuro en la afición al fútbol, publicó un brillante artículo en EL PAÍS en el que afirmaba que cada selección responde al patrón de conducta de la nación que representa. Los alemanes hacían gala de previsión, preparación y trabajo duro, lo mismo que en la guerra. Italia, decía, reflejaba la convicción nacional, forjada por vicisitudes de la historia, de que el esfuerzo por sobrevivir debe estar basado en el ahorro de energía. Inglaterra decayó porque su orgullo insular les impedía mejorar su fútbol a influencias exteriores. No le extrañaba que Francia fuera el país de fútbol más elegante de Europa, pues ese es su sello como nación. Y tampoco que no hubiera país comunista capaz de llegar a la final, porque la planificación estereotipada destruye la creatividad.
En aquel tiempo los equipos estaban compuestos casi exclusivamente por jugadores locales. Es más: cuando alguno cambiaba de país atraído por un club rico de otro lugar se le daba por perdido para la selección y no sólo porque los calendarios no estaban armonizados, sino porque se le consideraba vendepatrias y ‘contaminado’. En los cincuenta y sesenta algunos optaban por jugar en la selección de su país de acogida, como Di Stéfano o Sívori, pero era un fenómeno localizado en España e Italia. Y con vistas al Mundial de 1966 la FIFA prohibió que cualquiera que hubiera jugado en una selección, aunque fuera en juveniles, jugara luego para otra.
Era un fútbol estanco en un mundo que empezaba a dejar de serlo. En mis primeras salidas de España, en la frontera de los setenta, ya me sorprendió la cantidad de magrebíes que había en París y de indios o pakistaníes en Londres, más otras minorías de piel más oscura, de procedencia caribeña o africana. En España no había nadie que no viniera de la primitiva mezcla celtíbera salvo unos cuantos futbolistas húngaros, guaraníes o brasileños de origen africano.
Ya no es así, claro. El mundo se abre, las fronteras caen y en las selecciones se va notando. No sólo por la evolución demográfica propia de los tiempos, que a nosotros nos ha aportado la presencia de Ansu Fati y Nico, sino también por el intenso trasiego de futbolistas ya hechos, caso Laporte, francés al que hemos convencido para jugar con nosotros. Y porque la FIFA ha suavizado la prohibición de pasar de una selección a otra.
Laporte no es un caso extraordinario: hasta 137 futbolistas, un 16,4 % del total, van a jugar en Qatar para selecciones de países distintos al de su nacimiento. La mayoría son hijos o nietos de emigrantes; no convocados por su país de nacimiento, juegan en el de sus antepasados. Ese el caso de Iñaki Williams y el de los numerosísimos nacidos en Francia que presentan las plantillas de Túnez, Senegal y Camerún. O Munir y Achraff con Marruecos. También se da lo contrario: países con mucha inmigración donde los hoy futbolistas llegaron aún niños, como Ansu Fati. En el equipo de Qatar hay bastantes.
¿Es malo esto? No. A Jean Marie Le Pen le desesperó la primera Francia que ganó la Copa del Mundo, con Zidane al frente. Le pareció que los franceses ‘de verdad’ eran minoría y la llamó ‘selección de la Francia del papeleo’. Pero era la Francia de hoy, resultado de la aceleración de lo que en la frontera de los setenta empezaba yo a ver por la calle. El triunfo de aquel equipo mestizo fue festejado como un abrazo de Francia consigo misma. Otra cosa es que luego no se hayan dado los pasos adecuados para favorecer la convivencia.
Y a pesar de todo tengo la sensación de que las observaciones de Kissinger aún son válidas. De las selecciones que citó (ni a nosotros ni a los argentinos nos tuvo en cuenta) falta Italia; pero a ella y a las demás las seguimos viendo como las definió en 1986. Con las mismas características. El mundo de hoy es una batidora, pero la solidez de las viejas escuelas de fútbol aún no se resquebraja.
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