Y Jorge Martín venció al síndrome del impostor
El piloto madrileño ha necesitado de su mejor versión para ganar, menos explosivo, pero más regular, y ha empezado a creerse al fin que es tan bueno o más que sus rivales
Eran unos segundos de intimidad. Hasta que las cámaras de MotoGP nos permitieron asomarnos por un agujerito. Jorge Martín, líder del Mundial —líder entonces, a mediodía de este domingo campeón del mundo—, hacía sus ejercicios de visualización antes de la carrera. Concentración máxima, sentado en el box. Los ojos cerrados, el cuerpo recogido, las manos en puño asiendo fuerte el manillar. Y el chico fluye. Qué belleza ese instante de calma. Único, quizá, en un fin de semana vertiginoso. Antes de que llegaran los gritos para soltar adrenalina. Las lágrimas para descargar tanta tensión.
El fin de semana de su vida. El del niño que no quería que su madre, Susana, le leyera cuentos de pequeño, sino ejemplares de la revista Motociclismo, de esos que se apilaban en casa de los Martín Almoguera. La obsesión, heredada de unos padres habituales del Jarama, pudo no acabar tan bien como lo ha hecho. Lejos de Madrid, donde no había muchas más oportunidades para el chico, puro talento que brotó en un hogar donde no sobraban los recursos.
Hasta que llegó un día en que no había más: o ganaba el título, o se acababa el sueño de ser piloto. En casa no quedaba ni un céntimo. La crisis de 2008 había dejado a sus padres, los dos, sin trabajo. Y con aquella carga de conciencia compitió el chaval por llevarse la Red Bull Rookies Cup; un adolescente que sabía que no ganar no solo haría que sus sueños se esfumaran definitivamente, también que el esfuerzo tremendo de sus padres habría sido en balde. Nadie se lo dijo, pero no hizo falta. Ganó.
Nunca tuvo más presión que aquel día.
Y desde entonces, el camino hasta alcanzar el éxito, siguió siempre el mismo patrón. No tuvo las cosas fáciles. Ganó el Mundial de Moto3 en una temporada en la que cuando no se dolía del tobillo lo hacía de la muñeca, un año en que hasta corrió con una mano biónica para defender el liderato de la categoría: sufría una atrofia muscular y no podía abrir la mano por sí solo. Así que idearon un guante que se la abriera para que pudiera pillar la maneta izquierda de la moto. La idea fue de su padre, Ángel. El hombre guarda en su memoria carreras míticas, ídolos y soluciones, como la que había usado Nobby Ueda 20 años atrás. Y valió la pena. Los puntos que salvó aquel día serían clave para su confianza y para su campeonato. Como lo fue la capacidad de reponerse a un accidente bestial en el año de su debut en MotoGP.
Aunque le costó desprenderse de ese síndrome del impostor que persigue a tantos meritorios. “Muchas veces me siento inferior a los demás, y eso me ayuda a seguir trabajando”, le confesaba el año pasado a Guille Álvarez en este diario, justo después de perder el título ante Bagnaia, el mismo rival al que ahora ha vencido desde la discreción y sin la pomposidad de ese asiento oficial que le negó la fábrica Ducati.
Han pasado más de 20 años y tres generaciones de pilotos desde que un equipo satélite se alzara con el título por última vez. Lo logró Valentino Rossi con Nastro Azzurro. Vale que hoy la moto de Jorge y la de Pecco son iguales, pero el hándicap de competir en un equipo satélite sigue pesando. Más si, como en el caso de Martín, el duelo por el Mundial te enfrenta a la propia fábrica. Un equipo privado no tiene los mismos recursos que el oficial, ni la misma cantidad de personal. Así que, aunque cuente técnicamente con el mismo material, la diferencia se nota. Porque los detalles, en carreras que a menudo se definen por centésimas de segundo, cuentan.
Para compensar, Martín ha necesitado de su mejor versión. La explosividad siempre fue su mejor arma. En Moto3 fue el chico de la pole que nunca ganaba los domingos. Con un poco de lo mismo tuvo que lidiar el año pasado, cuando era el rey de las sprint, pero su rival, el mismo Bagnaia al que se ha medido este 2024, se imponía habitualmente los domingos, cuando las carreras cuentan el doble. Hoy, el de San Sebastián de los Reyes ha sacrificado un poco de esa agresividad para ganar regularidad, ha asumido que los podios pueden hacerle a uno campeón y ha aprendido que algunos días es mejor ser segundo que arriesgar el pellejo. Ha trabajado mentalmente para ser más fuerte. Y ha superado el síndrome del impostor. Ha empezado a creerse, al fin, que es tan bueno o más que sus rivales. Hoy sabe que se lo merece.
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