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Juegos Olímpicos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sin medalla: Los 40 gritos de Uta o el miedo a perder

En el deporte de élite hay un miedo a perder del que no se habla. No es la tristeza posterior a la derrota ni la decepción que engendra el fracaso. Es algo más turbador y shakesperiano

La judoca japonesa Uta Abe se lamenta después de quedar eliminada en la categoría de los -52kg.
La judoca japonesa Uta Abe se lamenta después de quedar eliminada en la categoría de los -52kg.Michael Reaves (Getty Images)
Paco Cerdà

Juguemos a que les pasa a otros. Por ejemplo el miedo.

Qué harías si no tuvieras miedo.

Esa pintada cerca de casa me impresiona. Qué harías; de qué serías capaz; adónde llegarías. Pero también: por qué abismos te despeñaría la ausencia de miedo; a qué pozos te abocaría.

En el deporte de élite hay un miedo a perder del que no se habla. No es la tristeza posterior a la derrota ni la decepción que engendra el fracaso. Es algo más turbador y shakesperiano: un sentimiento infinitamente más complejo que el afán de victoria que tantas pupilas enciende en París. Es el miedo a la derrota. El otro día se vio. Cuatro minutos de terror olímpico donde uno sufre viendo a la judoca Uta Abe. Pobre Uta.

Es japonesa. Tiene veinticuatro años. Su palmarés refulge como el oro. Oro olímpico en Tokio. Oro en cuatro mundiales. Oros y más oros en los campeonatos internacionales de judo desde los diecisiete años. Uta tiene una sonrisa bella y es preciosa su historia familiar: su hermano Hifumi Abe es campeón olímpico de judo. Campeones los dos. El relato ideal, y ahí nace lo siniestro.

Uta Abe personificaba la Victoria, aquello que Píndaro retrató hace dos mil quinientos años en sus Odas olímpicas al inmortalizar las proezas atléticas de legendarios campeones como Hierón de Siracusa o Diágoras de Rodas. En su poesía, que impregnó el relato olímpico hasta nuestros días, la victoria confiere honor eterno, fama y prestigio, gloria resonante y perdurable, admiración ajena, felicidad infinita: todo a cuanto aspira un mortal. Porque la victoria, escribe Píndaro, es resultado del esfuerzo supremo, el sacrificio desmedido, la superación personal; la excelencia. El que triunfa, escribe Píndaro, evita volver a su patria oculto entre las sombras; evita un odioso regreso entre desprecios.

Ahí está lo temible del paradigma.

No es ganar. Es evitar perder.

No es la alegría de vencer. Es el alivio de evitar la deshonra.

No es conseguir lo que uno desea. Es impedir lo que uno teme.

Qué harías si no tuvieras miedo.

Y lo que temía Uta Abe, siempre reluciente de oro, era la derrota. Solo falta un minuto para que termine su combate contra la uzbeka Keldiroyova. Solo es segunda ronda. Va ganando Uta. Se supone que ganará, como siempre. Pero la uzbeka sorprende a Uta y la vence con un ippon. Derrota fulminante. Entonces comienza la catarsis.

Uta se tira al suelo. Los dedos en la cara. Los ojos de pánico. La boca desencajada. Saluda a su rival sin mirarla. Se queda al margen del tatami. Las manos a la cabeza. Primero el silencio del shock. Luego llora. El llanto adquiere intensidad, enseguida rebosa dramatismo. Cae al suelo. No puede mantenerse en pie. Comienza a gritar. Un alarido nervioso. Un grito detrás de otro. La escena es insoportable, pero aún quedan dos minutos y medio de larguísimo terror. Uta dice que no con la cabeza. Vuelve a caer al suelo. Se echa en brazos de su entrenador. Un miembro de la organización les pide que abandonen el pabellón. Que el combate se ha acabado. Todo ha terminado, Pero Uta sigue gritando. Una vez, otra, hasta cuarenta gritos de pánico. Da igual que el público, conmocionado por la escena, la ovacione. Da igual que coreen su nombre: UtaUtaUta. Ella araña con los dedos los brazos de su entrenador. Está aterrorizada. Cae de rodillas. Sigue gritando. Cuarenta gritos largos son muchos. Su entrenador la arrastra. La saca del pabellón. Sus gritos se escuchan hasta el final. A saber cuándo se acabarían. Y cómo.

Uno esperaba emocionarse con las victorias de Simone Biles y su redención dorada. Mientras, a su lado veía a pequeñas gimnastas de dieciséis y diecisiete años llenas de presión. Una presión seguramente insana, quizá inhumana. Unos rostros de absurdo pavor. Sin embargo, nada en París ha sido tan emocionante hasta ahora como esos cuatro minutos a solas con Uta Abe y su miedo a la derrota.

Es el precio del oro: el miedo a que te lo roben. Un miedo atroz. En el deporte y en la vida.

(Posdata: El hermano de Uta ganó el oro el mismo día que la catarsis de su hermana. Qué extraña medalla).

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