Tom Pidcock asalta y toma la Colina de la Revancha
Con una remontada imposible después de pinchar, el ciclista inglés consigue ante el francés Koretzky su segundo título en bicicleta de montaña tras el oro de Tokio en una carrera en la que David Valero fue décimo
Hace no tanto, la colina de la Revancha, era un gran agujero, una cantera de piedras molares que arrancaban mineros de callos duros que cortaban como cuchillos y raspaban como escofinas sus manos, y brazos nudosos como sarmientos, quizás como los brazos de David Valero, campesino de Baza, en Granada, que cambió la azada por la bicicleta de montaña y fue medallista de bronce en Tokio, y sigue siendo tan duro, tan capaz de someter su cuerpo a esfuerzos tan ingratos y tan duros como siempre, y en aquella obra, y con el calor que abrasaba la grava y los pedruscos del camino, tan seco e inclemente como el de su Granada en agosto, habría sido el mejor, seguramente, pero hace 50 años la cantera se convirtió en el basurero de Versalles, y luego en escombrera de la construcción de la ciudad de San Quintín, y creció y creció hasta convertirse en una colina de 231 metros de alta, la mayor elevación de toda la región de Île de France, y ahora se llama Colina de Élancourt, y desde su cima, banderas agitadas por una brisa tonta, se ven el Sena y la torre Eiffel, y allí crecen los árboles, y la surcan como serpientes caminos en los que un campesino duro se pierde, pero el inglés Tom Pidcock bulle y salta como un elf, un genio travieso en el bosque, y cuando se lanza a su asalto nada le puede parar, ni siquiera un pinchazo, ni siquiera un francés exaltado y fuerte que ve ahí, tan cerca, la medalla de oro, y no llega.
Tom Pidcock es un niño que no quiere crecer, un Peter Pan en bicicleta, que sobrevuela la vida y a los 24 años y 364 días –cumple 25 el martes 30—ya es dos veces campeón olímpico de mountain bike. Ganó, como ganó en Tokio hace tres años, y por detrás de él, segundo, llegaron el francés Victor Koretzky, el que eligió mal el camino, y el sudafricano Alan Hatherly, quien, con su esfuerzo se ganó el derecho a contemplar desde cerca, y a veces casi protagonizar, una de las batallas más hermosas que se recuerdan en una carrera olímpica con bicicletas con ruedas gordas, y rellenas de espuma para ganar inercia, suspensiones cortas e inteligentes y cabezas muy duras. Décimo llegó finalmente Valero, echando el aliento en la nuca del inmortal suizo Nino Schurter –38 años, campeón olímpico en Río 16, 10 veces campeón del mundo–, a quien alentó Fabian Cancellara tras las cuerdas y en un descenso de raíces y pedruscos acabó a horcajadas sobre su rueda trasera. El otro español en liza, Jofre Cullell, fue 24º en una prueba cruel. “Bastante he hecho con sobrevivir”, dice, con espuma seca en la boca, como un guerrero.
La salida fue un sprint y la segunda vuelta de las siete al circuito –muy rápido, 110 metros de desnivel en cada vuelta de 4.400 metros— un recital en solitario, de Pidcock, que a la Pogacar destroza la carrera y a quien solo, esforzado, resiste Koretzky, quien a diferencia de Pidcock –temporada mayormente de carretera, ciclocross en invierno y mountain bike después del Tour, que abandona a la mitad con covid y en el que no ayuda a su jefe en el Ineos, Carlos Rodríguez— es especialista puro de la bicicleta de montaña, y corre en un circuito que se conoce como su casa, y 15.000 personas –gorros como gallos en la cabeza: el sentido del ridículo de los franceses es una característica difícil de entender—coreando su nombre, Vic-tor, Vic-tor.
La carrera de verdad, lo que la convirtió en memorable y, para la mayoría, épica, comienza en la cuarta vuelta con un error, como todos los grandes acontecimientos de la humanidad. Pidcock pincha –arriesga con ruedas de espuma y no líquido antipinchazos— y los mecánicos británicos, lentos, sobresaltados como a quien se pilla de improviso, tardan en cambiarle la rueda delantera. Queda la mitad de carrera y Pidcock la comienza de nuevo como un golfista castigado por su bajo hándicap, con 40s de retraso de Koretzky, que se queda solo delante, y en el décimo puesto de un circuito, tan estrechos son en la mayor parte sus caminos, en el que es complicado adelantar. Cuatro vueltas en las que Pidcock, el diablillo, exhibe todo su repertorio, la técnica que le permite ser campeón mundial de ciclocross en los tiempos de Van der Poel y Van Aert, y va a las carreras en un Porsche púrpura que no cabe por las calles; el manejo sobre grava que le permitió ganar las Strade Bianche; el punch que hace de sus ataques continuos trallazos que muestra en la Amstel o la Flecha del Brabante, las clásicas que tiene en su vitrina, y, definitiva, la habilidad en los descensos, el trazado de curvas estilo Galibier el día que ganó en Alpe d’Huez su etapa del Tour, y con la que en la última vuelta, cuando ya ha alcanzado al francés, con el que ha intercambiado golpes intensos, se cuela a la izquierda de un árbol, el elemento que la da vida, plantado en el camino, y adelanta a Koretzky, y le gana la posición. Todo en una sucesión de momentos que no dejan tiempo para respirar. El francés, deportivo, reconoce que allí cometió un error que le costó el oro, y a Pidcock le recuerdan que en algún momento de su vida dijo que ganar dos oros olímpicos le convertiría en “leyenda”. “No recuerdo haberlo dicho”, responde a los periodistas el inglés, que el sábado se enfrentará a Van der Poel y Evenepoel por las cuestas de Montmartre en la carrera de carretera. “Pero si a vosotros os parece así, no seré yo quien diga que no”.
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