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cruce de caminos
Columna
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Cuando desaparecen las fronteras

Puede que en mi palmarés no figure ninguna medalla, pero sí la satisfacción de haber salido de la Villa con el corazón pleno, enriquecido por la multiculturalidad de los Juegos

El catarí Mutaz Essa Barshim celebra con el italiano Gianmarco Tamberi tras decidir compartir el oro en salto alto.
El catarí Mutaz Essa Barshim celebra con el italiano Gianmarco Tamberi tras decidir compartir el oro en salto alto.DPA vía Europa Press (Europa Press)

Los Juegos Olímpicos son un evento de alcance mundial. Su capacidad para transmitir un mensaje global no tiene parangón y es algo notable desde el principio. Distintos países del mundo optan a organizar el evento. Llegar a ser sede puede cambiar la imagen internacional de una nación y eso es un privilegio, pero también una responsabilidad.

Si algo diferencia esta cita de cualquier otra es la cantidad de deportistas que coinciden en ella. Atletas de infinidad de países, con raíces muy diferentes, se concentran en un punto con un objetivo común. La multiculturalidad es fascinante, acuden personas de todos los continentes. Personalmente, esa convivencia es uno de los regalos humanos que más aprecio.

Mi trabajo me ha permitido viajar alrededor del mundo, adentrarme en culturas muy distintas y observar otros modos de vida. Esta diferencia no deja de ser un punto de vista personal hacia otro ser humano, distintas formar de actuar que son hermosas de conocer. Apenas la manera de saludar, los gestos cotidianos, son detalles que nos enriquecen.

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La experiencia olímpica permite crecer y evolucionar incorporando nuevos conocimientos. El contacto con otras delegaciones es algo bonito, y siempre podemos comunicarnos saliendo de nuestra zona de confort. La ilusión por compartir y acercarse al otro supera cualquier barrera. Esa variedad lingüística y cultural que existe alrededor del mundo me fascina, y demuestra que los puentes entre las personas no entienden de fronteras.

El respeto que se respira en la Villa Olímpica es digno de admirar. El nexo que construye el deporte supone una base de tolerancia entre todos, algo que sería fundamental trasladar a la sociedad. Nuestros orígenes determinan patrones a la hora de vestir, vemos muy distintas costumbres alimentarias y hasta en la forma de saludarnos percibimos diferencias. En el fondo, la distancia entre las personas es superficial.

Más diferencias que nos podemos encontrar son las distintas religiones o las distintas creencias que pueden llegar a existir, o la forma de saludarnos. Los latinos o los americanos tienen una forma más extrovertida y aparentemente espontánea de actuar; en los países asiáticos, por el contrario, el contacto corporal no suele ser bien visto y en ocasiones tiende a ser evitado.

La educación que recibimos desde nuestra infancia, rodeados por una cultura que nos viene dada, termina definiendo nuestra identidad. Acudir a una cita olímpica y mostrar un respeto por todas las personas es el mayor legado que podemos dejar en otros. Por encima de cualquier medalla o marca obtenida en la competición, al margen de todo registro para la posteridad del deporte, los lazos con otros países y el impacto en sus gentes es el verdadero privilegio de estas citas.

Los valores que uno va desarrollando a lo largo de la vida terminan definiendo nuestras sociedades. El impulso por el bien común debe ser un motor para todos. Las diferencias culturales son matices que definen nuestro ser, detalles enriquecedores si actuamos desde la tolerancia. Los Juegos Olímpicos representan una responsabilidad que no termina en nuestra delegación, sino en el respeto mostrado por los demás. Puede que en mi palmarés no figure ninguna medalla olímpica, pero sí la satisfacción de haber salido de la Villa con el corazón pleno, repleto de orgullo al haber progresado a nivel humano.

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