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cruce de caminos
Columna
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Piel de gallina

Nervios, hermandad, el orgullo de representar a tu país, la Villa y esos 100 metros hacia la inauguración... No encuentro una sensación similar en ningún otro evento deportivo

Carla Suárez, durante un partido en el Ariake Tennis Park.
Carla Suárez, durante un partido en el Ariake Tennis Park.PIROSCHKA VAN DE WOUW (Reuters)

No hay nada parecido a unos Juegos Olímpicos. Si remuevo entre el baúl de mi memoria no encuentro una sensación similar en ningún otro evento deportivo que haya disputado. Es un sueño, algo que cualquier atleta anhela durante toda su carrera.

Para llegar hasta aquí el esfuerzo invertido es inmenso. Debes estar en la élite de tu deporte, situarte entre los mejores deportistas del mundo. Los sacrificios son inmensos, pero también lo son las recompensas, por lo que participar ya es todo un éxito.

Cuando digo que no se asemejan a ningún otro acontecimiento deportivo es por varias razones. Ese trabajo diario, ese tesón en la sombra, tiene que ser muy profesional y estar planificado al detalle para acudir en tu mejor estado físico y mental.

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Otra razón de peso es la convivencia en la Villa Olímpica. Lo que se respira allí es difícil de explicar: todos los atletas convivimos en igualdad y la felicidad brilla en todos nuestros rostros. Puedes conocer a deportistas que admiras y aprender sobre otras modalidades. Lo más bonito de todo, independientemente del deporte, es la sensación de un objetivo común: lograr una medalla para tu país.

Otro aspecto diferente es que casi toda la delegación nacional viaja en un mismo vuelo. Ese reencuentro con los deportistas, con amigos de otras disciplinas, es algo único que ayuda a formar un ambiente diferente al de otros torneos. Los Juegos son otra historia.

Una vez que viajas y llegas a la ciudad organizadora, te acomodas e inicias los entrenamientos. Es imposible estar aquí y no sentir ansias de que llegue la ceremonia de inauguración. Ese es uno de los momentos más esperados por todos nosotros. Vestirte con el uniforme oficial, quitarte el chándal por unas horas y disfrutar viendo a los abanderados gozar de un honor tan especial.

Los nervios previos al desfile son inevitables. Quieres reencontrarte con todos los deportistas, vivir cada segundo y sentir la piel de gallina cuando enfilas los últimos 100 metros del túnel que conduce al estadio olímpico; ver las caras de ilusión de quienes viven por primera vez ese momento; capturar con la cámara esos instantes y sentir el privilegio de salir a dar la vuelta al estadio es una de esas cosas que no olvidarás en la vida. Buscas la cámara que retransmite la ceremonia para saludar a tus padres y hacerles sentir orgullosos por verte desfilar. Fuera de una pista de tenis no he vivido una sensación similar.

Cuando la ceremonia de inauguración queda atrás, mientras regresas a la Villa para descansar, el enfoque empieza a cambiar. Al día siguiente, todo gira ya en torno a la competición. Y, cuando llega tu momento, lo das todo y te entregas hasta el final. Dejando un esfuerzo pleno sientes el verdadero orgullo de estar representando a tu país. En ese momento no desearías estar en ningún otro sitio salvo aquí, haciendo lo que más te gusta y disfrutando de ello.

Ganar o perder (¡qué rabia lo del dobles!) no siempre depende de uno mismo, pero la lucha y la entrega, eso que describimos como espíritu olímpico, nunca puede faltar. El que consigue eso no está obligado a más. Rodeada por los mejores deportistas del mundo, viviendo un sueño de competición, la mayor lección que uno se lleva es esa: luchar y pelear hasta el último punto.

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