Ir al contenido
_
_
_
_
FÚTBOL
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El eco de quienes nos precedieron

Todos somos en cierta medida la unión entre aquellas personas que quisimos y nos precedieron en el mundo, y quienes nos sucederán

San Mamés, el estadio del Athletic de Bilbao

Mi padre murió antes de que yo naciera. Tal vez por eso siempre me han fascinado los ecos del pasado, las huellas a partir de las cuales es posible evocar lo que fue y ya no es. También a quienes nos dejaron, a quienes ya no están. Por ejemplo, me conmueve descubrir que un rasgo que creo muy mío es, en realidad, una herencia indirecta de alguien a quien no llegué a conocer.

Así me ocurrió con las motocicletas. Mi pasión por las dos ruedas me viene de Aitor, un vecino de la casa de verano que mis abuelos tenían en Haro. Aitor conducía una BMW de gran cilindrada. Cuando desde nuestra casa escuchábamos el rugido del motor arrancando, mis primos y yo, que teníamos diez, once, doce años, corríamos a su puerta para verle salir y suplicarle que nos diera una vuelta. Él accedía a regañadientes y nos llevaba por turnos hasta Anguciana, el pueblo más cercano, poniendo la moto a 120 por la carretera general. El viento en la cara, el frío en los brazos desnudos, el estruendo del motor y el rodar de los neumáticos en el asfalto son sensaciones que he perseguido desde entonces. Pasó tiempo sin que volviera a verle. Cuando al fin nos reencontramos, siendo yo ya un adulto, le confesé que mi amor por las motocicletas (he tenido varias) era culpa suya. Aitor escuchó emocionado mis palabras y me contó algo que no sabía: a él, a su vez, le había contagiado esa pasión mi padre. Cuando era niño, me explicó, era él quien corría a la verja de la casa de mis abuelos al oír arrancar la Ossa Mick Andrews que mi padre lucía orgulloso. Resultó que el bueno de Aitor, cuando me llevaba en su BMW, en realidad homenajeaba a mi padre replicando un rito que vivió de niño.

Al igual que Aitor fue el nexo entre mi padre y yo en lo tocante a las motos, todos somos en cierta medida la unión entre aquellas personas que quisimos y nos precedieron en el mundo, y quienes nos sucederán. A mí a veces me gusta pensarme así en el estadio, cuando observo a mis hijos y me doy perfecta cuenta de que aquello que mi abuelo intentó inculcarme sobre el modo de comportarse en la grada es el decálogo conforme al cual se desenvuelven mis pequeños. Mi abuelo me mostró que el Athletic es una manera de estar, de tratar a los tuyos y al rival de turno. Y esa es la gran enseñanza que he intentado inculcar a mis hijos.

Una tarde cualquiera de hace unos días quedé con un amigo en la explanada frente al actual San Mamés, ese lugar donde se encontraba el viejo estadio, ese hueco en la ciudad, esa ausencia arquitectónica. Mi colega me hizo esperar y, quién sabe si por el ambiente, el color del atardecer en el cielo o el mismo espíritu del lugar, me atacó la nostalgia. Qué digo me atacó. Me metió un gol por toda la escuadra y dos de chilena. Me goleó la añoranza. De pie sobre la tira de piedra blanca que indica en la explanada dónde se ubicaba la línea de meta de la portería de Misericordia del viejo estadio, me imaginé a Iribar, a Zubizarreta, a Biurrun, viendo el juego desde ahí y a mí de niño junto a mi abuelo en la grada. Pensé en las líneas trazadas por los jugadores de campo: los desmarques, los regates, los disparos a puerta, los goles celebrados en la grada y los lamentos de los partidos perdidos. Pensé, como la canción de Silvio, ‘¿a dónde fueron a dar todos esos momentos? ¿Acaso se van? ¿Y a dónde van?’

Llegó entonces mi amigo y caminando allí donde una vez estuvo el césped del viejo estadio, le conté la historia de Aitor y mi padre y las motocicletas. A la sombra del nuevo templo, mientras lo hacía, yo pensaba que quienes hoy se sientan en esas gradas modernas y relucientes (mis hijos, por ejemplo) no son sino sucesores de quienes lo hicieron antes en el viejo estadio, desde 1913. Que hay una línea clara que une a personas separadas por generaciones, porque la forma de estar en San Mamés no se construye, ni se improvisa, ni se inventa: se hereda. Directamente a veces. Indirectamente siempre. Porque, en gran parte, somos el eco de quienes nos precedieron.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_