Un diferido de once metros
Es el proceso, el viaje que dirían los poetas, lo que lastima o redime; yo ya sabía de la alegría del Athletic pero no sabía el cómo, los tiradores y las paradas


Empecé a ver la final de la Copa del Rey ya en la segunda parte, e hice lo que hago siempre: darle para atrás para ver (y sobre todo escuchar) los goles, tanto en Movistar con Carlos Martínez como en TVE con Juan Carlos Rivero. De mi niñez conservo el madridismo y una afición estudiosa sobre las locuciones (locutaba partidos y goles en casa; yo era, como dejé escrito, un gran fan de Gaspar Rosety), así que me gusta escuchar, y valorar íntimanente, las locuciones de goles importantes, y en cuanto acaba un partido grande del Madrid lo que hago es irme a todas las emisoras a ponerme los goles de nuevo, y si el partido es verdaderamente grande, también los busco en emisoras extranjeras (y voy a los titulares, por supuesto: L’Equipe, Olé, Gazzetta…). En fin, esto para contar que finalmente me quedé viendo la final en Movistar porque la voz de Carlos Martínez estará ya para mí asociada siempre a la remontada del Madrid al PSG y el City (“otro centro lateral se prevé”), y así estaba cuando alguien me llamó por teléfono, le di a pausa unos minutos, y retomé el partido. Al cabo de veinte minutos había olvidado que lo había pausado: para mí era el extraordinario y riguroso directo.
Entonces ocurrió algo. Los equipos fueron a los penaltis, y las cámaras enfocaron al Vasco Aguirre con los jugadores del Mallorca rodeándolo, saltando y celebrando cada uno de los nombres de los tiradores. Había euforia, había alegría, había abrazos: no solo llegaron contra pronóstico a la final, sino que forzaron al Athletic a los penaltis; de algún modo, se consideraban ganadores y querían expresarlo, y en el corro del Athletic había concentración, seriedad y un grito final de ánimo todos juntos. Sentencié para mis adentros: los penaltis son del Mallorca, claramente. Y cuando los capitanes se dirigían al árbitro para decidir campo y primer disparo, aparecieron en pantalla los jugadores vascos llorando y abrazándose muertos de alegría: la cadena se había refrescado y me mostraba el directo, el directo real, no el diferido de 20 minutos con el que yo había olvidado que estaba viendo el partido. El desconcierto duró aún algunos segundos.
Así pasa muchas veces, que creemos estar pisando el presente y todo está transcurriendo ya veinte minutos después. Mientras yo sufría por 22 tipos que se iban a jugar la vida disparando penaltis, y miles y miles de aficionados estaban asustados incapaces de mirar siquiera el césped, todo estaba ya hecho; unos reían y otros lloraban sin saber que alguien velaba por ellos y por un destino que ya conocían. Así que volví a retroceder para ver los penaltis sabiendo ya quiénes eran los que ganaban, que es otra cosa que hacemos mucho en la vida: querer atrapar la emoción vieja de un resultado que conocemos perfectamente. Es el proceso, el viaje que dirían los poetas, lo que lastima o redime; yo ya sabía de la alegría del Athletic pero no sabía el cómo, los tiradores y las paradas, el autor del último disparo y el autor del primer fallo, que resultó ser a quien dirigí todos los pensamientos: Manu Morlanes, el jugador del Mallorca que empezó a romperse tras su penalti y siguió rompiéndose cuando la tanda empezó a teñirse (qué expresión tan futbolera, qué gusto da escribirla) de rojiblanco. Él hubiera necesitado mucho más que yo dar marcha atrás en la tele y en la vida unos veinte minutos apenas.
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