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EL JUEGO INFINITO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Psicólogo de la viveza

Bilardo tenía un sentido pragmático que, en ocasiones, lo arrastraba hasta más allá de los límites éticos.

Jorge Valdano
José Hernández Maeso
José Hernández Maeso muestra la cartulina amarilla a Carvajal por quitarse la camiseta en la celebración de un gol ante el Almería.ISABEL INFANTES (REUTERS)

Ya que están de moda, hablemos de los árbitros. Tipos, como usted o como yo, narcisistas, influenciables, contradictorios… Los hay débiles, que respetan la voluntad de la mayoría, y los hay valientes, virtud que cuando se exhibe, toca extremos chulescos. En general son buena gente, pero la psicología de la masa acepta con desgana cualquier decisión que tomen. Los árbitros, pobres, no tienen hinchada propia.

Para sacar ventaja ante la autoridad arbitral se ha empleado dinero, el método más burdo y corrupto; el miedo, al que hay muchas formas de convocarlo; o la astucia, que es un atajo simpático que toma la inteligencia para influir.

En este último grupo hay personajes hímnicos. Carlos Salvador Bilardo es uno de ellos. Le debe su celebridad tanto a sus títulos como a su personalidad algo estrafalaria. Un hombre detallista hasta lo obsesivo, austero, supersticioso y con un sentido pragmático que, en ocasiones, lo arrastraba hasta más allá de los límites éticos.

Podía ser burdo o fino para sacar ventaja. Tan capaz de decirle al médico de su equipo que a los adversarios hay que pisarlos cuando al pobre hombre se le ocurrió atender a un rival que cayó lesionado cerca del banco de suplentes, como de aplicar sofisticados mecanismos psicológicos para obtener un pequeño beneficio en un partido. Ese era el mejor Bilardo.

En el Mundial de México, al terminar un partido de la fase de clasificación, estábamos en el vestuario festejando el triunfo con una felicidad infantil y apareció Bilardo como un poseído:

- Valdano, —me dijo— dame tu camiseta.

- ¿Y eso? —pregunté.

- Me la pidió Arppi Filho.

- ¿Y ese quién es?

- Un árbitro brasileño.

Le dije que si pedía mi camiseta en un equipo en el que jugaba Maradona era un desubicado, pero la cosa no estaba para bromas:

- Dame, dame, dame…

Ansioso como era me quitó la camiseta de un tirón y El Gringo Giusti, magnífico compañero de equipo que estaba en quinto de Bilardología, cerró el capítulo:

- No te preocupés, que algo va a sacar a cambio.

Recibí el comentario con indiferencia, sin saber muy bien cómo interpretarlo, porque no podía imaginar qué tipo de ventaja puede sacar un entrenador regalando la camiseta de un jugador.

El Mundial avanzó con emociones fuertísimas y 20 días después de aquel episodio nos ganamos el derecho a jugar la final del Mundial. Nunca, ni como jugador ni como entrenador ni como comentarista, me desvelaron los árbitros, pero en aquella ocasión la designación me arrancó una sonrisa: el árbitro del partido sería el señor Arppi Filho. Ocupado como estaba con todos los miedos que acechan antes del partido de tu vida, no le di importancia.

Pero Bilardo era un hombre que consideraba crítica cualquier insignificancia de la que pudiera sacar una pequeña ventaja y conocía a fondo el alma humana, de modo que aquí encontró una oportunidad a su medida. El día de la Final, antes de jugar el partido en la pizarra, empezó su charla técnica con una recomendación que definió su perfil y le dio la razón a mi compañero Bilardólogo:

- El único que le reclama al árbitro es Valdano. Hay que ser muy hijo de puta para sacarle tarjeta amarilla a un jugador que te ha regalado su camiseta.

Así que aquel día, entre mis pesadas misiones futbolísticas, estuvo la de acosar a Arppi Filho, por otra parte, gran árbitro, durante todo el partido. Como había previsto nuestro insuperable psicólogo de la viveza, sin consecuencias disciplinarias. Al revés, mi amigo Arppi recibió mis protestas con una sorprendente amabilidad.

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