San Mamés al rescate
El partido y el ambiente en Bilbao regresan al fútbol la esencia de un deporte que en el presente está lleno de polémica, en un lugar donde siempre hubo emoción
El fútbol tiene que ver con la cultura, con la tradición, con los rituales, pero estamos en un momento en que parece debilitado, lleno de abolladuras. Primero porque le queremos comprar el corazón con dinero cuando la del fútbol siempre fue una pasión desinteresada. Los jugadores pagan las consecuencias.
Nunca hemos visto tantos lesionados. Las lesiones tienen la misma lógica y la misma solución que el cambio climático. Todos sabemos la solución, pero la codicia es más grande que la voluntad. La del fútbol es una industria en el que las chimeneas solo sacan humo cuando se juegan partidos. Solo entonces se llenan los estadios, se venden contenidos a las televisiones y las marcas se suben a la emoción del producto. Dinero, dinero, dinero… Una pena que esa industria dependa de una sola materia prima: seres humanos. Una maquinaria bastante fiable, pero que cuando desafía los límites primero se cansa y luego se rompe. A la primera alarma no se la atiende y a la segunda se la lamenta. Hay que jugar menos partidos, es la proclama. Así lo expresan desde los jugadores hasta los máximos organismos. Pero cada vez que se reúnen para revisar las competiciones, a los organismos lo único que se les ocurre son campeonatos con más partidos y los jugadores, los más beneficiados por el crecimiento económico, responden callándose la boca.
Las abolladuras son también arbitrales, personajes que pasaron de no hablar a hablar demasiado. En la cancha y en los medios. Hay árbitros por todos lados. Una institución con una jerarquía casi militar que estaba cerrada como un bicho bola, ahora habla sin parar para contribuir a la confusión. Hemos llenado de interpretaciones aquel reglamento cuyo secreto era la simpleza. Ahora vemos, gracias al VAR, que las decisiones son mucho antes una cuestión arbitral que reglamentaria. Hemos llegado a un punto en que ni ellos se ponen de acuerdo sobre dónde termina el brazo y dónde empieza el hombro, en qué momento el impulso para saltar se convierte en un codazo artero o cómo se diferencia el bien del mal, puesto que la intencionalidad ha perdido toda relevancia. Cuanto más aclaran, más oscurece.
Una pena porque el fútbol es nuestro ritual lúdico. Un juego que, como todo juego, nos pone ante un tiempo de otra calidad. Esta semana San Mamés vino al rescate. Existe en Bilbao una fidelidad a principios que nacieron con el club y se fueron solidificando poco a poco. Hoy, el abuelo sufre y disfruta al lado del nieto y también con el vecino porque el partido es un estallido comunitario que pone al fútbol en otra dimensión. Entonces es cuando funciona a tope “la maquinaria de olvidar que todos nos vamos a morir”, como escribe Leila Guerriero, refiriéndose a otra cosa, en su último y extraordinario libro (La llamada, Anagrama).
Esa hermosa enajenación se da, sobre todo, cuando visitan San Mamés equipos grandes, a los que el Athletic desafía con la fuerza de la identidad gracias a una cuadrilla eufórica que corre al ritmo que la afición marca. Jugadores y aficionados, terminan igual de agotados y orgullosos.
Ahí vi al fútbol de siempre, donde la lucha de todos estaba a la espera de que Oihan Sancet o Nico Williams, jugadores distintos, aclararan y aceleraran el juego para ponerle peligro a la cosa y lograr que el estadio entero se sintiera tan grande como su rival. Una noche para que el fútbol mostrara su fuerza primitiva, limpia de moderneces que interfieren poniendo polémica en el lugar donde siempre hubo emoción. Suficiente para que el fútbol me arreglara las abolladuras de la semana. Hasta el siguiente día en que polemicemos, VAR mediante, sobre si una falta fue constitucional o anticonstitucional.
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