Fiesta, locura e ilusión por la Roja y Lamine Yamal
La selección congrega a miles de aficionados ante pantallas gigantes repartidas por toda la geografía española
Manos alzadas y banderas ondeándose al sonar el himno de España. Al terminar, aplausos. Una imagen compartida alrededor de la península, pero que se hacía evidente en Mataró, donde vivió y creció Lamine Yamal, ahora la joven estrella de la Roja. Donde sus vecinos le han visto volar y donde se alzó con orgullo minutos antes del inicio del partido el gesto con las manos del 304, tres últimos dígitos del barrio de Rocafonda, barrio castigado y estigmatizado de la ciudad catalana. Yamal era una semilla de esperanza: en su barrio, la ilusión de futuro para los más jóvenes; en España, un reflejo de la euforia desatada por la final de la Eurocopa.
Mataró, horas antes del partido, ya era una fiesta. Más allá del resultado, la ciudad y el barrio de Rocafonda se vestían de rojo: era el orgullo y la reivindicación de su vecino. “Lamine Yamal, cada día te quiero más”, era el cántico más escuchado, por encima de los más clásicos. Los niños y no tan niños apuraron sus últimas horas de juego en las calles de Rocafonda; el fútbol se respiraba en cada esquina. Y más con las motos customizadas —al igual que sus pasajeros— con los colores de España, los repartidores a domicilio con las banderas a sus espaldas y la infinidad de camisetas de la Roja, sobre todo con el número ‘19′, el de Lamine. Cláxones, bocinas y estruendo al acercarse al lugar citado: el Parque Central.
Las prisas corrieron minutos antes de que empezase el partido, con los más jóvenes entrando lo más rápido posible para coger un sitio delante de la pantalla de seis por tres metros, que terminó por quedarse pequeña ante los más de 4.000 aficionados. “Som-hi Lamine Yamal, Mataró está amb tú” (“Vamos Lamine Yamal, Mataró está contigo”) se leía a la entrada en un cartel junto a una fotografía del joven. La pantalla proyectó un vídeo con tres primos de Lamine que lo acompañaban en Berlín y la locura se desató. El speaker, también del barrio de Rocafonda, animaba al público, que traía su cena y sus sillas de casa para sentarse entre la multitud. La mayoría, de pie, de brazos cruzados, gritando cada falta en contra, aplaudiendo en cada acción favorable y expectantes esperando que su ilusionante vecino brillase. Y su alcalde, David Bote —sentado unas horas antes del inicio del encuentro en un bar frente a la ya reconocida pista de cemento donde Lamine marcó sus primeros goles—, confesaba la “ilusión” especial que se vivía en la ciudad catalana.
Pero el ensueño que salía de los poros de Mataró iba más allá. En el barrio de Lamine se inició un germen —el del joven talento del futbolista, pero también el de la fiebre por la Roja— que se extendió por toda la península.
Cerca de allí, en Barcelona, unas 4.000 personas se congregaron en la plaza de Cataluña, ante otra pantalla gigante, 14 años después, para seguir a la selección absoluta. En una plaza teñida de rojo y muchas banderas españolas, Raül Martínez, gorro de vikingo rojo y amarillo y bandera en la espalda, disfrutó junto a tres compañeros de trabajo, con quienes trabaja en un quirófano de la clínica Teknon: “Hacía mucho tiempo, desde el Mundial 2010, que no disfrutábamos de un partido así. Es verdad que hace unos años [con el procés] quizás no hubiera sido posible, pero sabemos diferenciar lo que es política de lo que es fútbol”. “Ya tocaba”, convenía Alex, también del grupo, explicando que al subir por la Rambla alguien les gritó “espanyols” en catalán, pero “ni caso”: este domingo era día “de disfrutar de buen fútbol y de Lamine”. Adrià, del Carmel, bajó al centro con su hija de cuatro años, una bandera española y una trompeta de plástico. Ni agua ni comida. “Ya compraremos algo”, decía con la cara pintada con los colores de la Roja. “Yo soy catalán y soy español. Si hubiera selección catalana potente también vendría, aquí el buen fútbol nos gusta mucho, y si uno de los jugadores clave es Lamine, del Barça, qué más podemos pedir”.
Ante otra de esas pantallas enormes, Barakaldo reunía a unos 1.500 aficionados. Ambiente de juerga entre la chavalería, que empalmaría con las fiestas del pueblo cuando acabe el partido, sea cual fuese el resultado. Las bolsas de plástico para el botellón esperaban en el suelo. Se jaleaba a Nico Williams cuando Walker le daba un respiro por la banda y conseguía pegar una carrera o ensayar un centro. Aumentaban los decibelios en cada ataque español entre los seguidores que ocupaban la explanada del Bilbao Exhibition Center, alejado del núcleo urbano. Como si se tratara de un pueblo de veraneo, la población flotante oscilaba, porque no había ningún paseante que no se detuviese unos minutos.
En Madrid, frente a una gran pantalla ubicada a un costado de la Biblioteca Nacional, una enorme mancha roja desbordaba el centro de la capital. Al ritmo de un DJ y un animador, los asistentes, principalmente jóvenes que vivían los minutos previos como un gran botellón, se entretenían coreando los nombres de los jugadores españoles. Williams, Yamal y Carvajal, eran los nombres más coreados. Desde el escenario se repetían las canciones habituales y un ya constante “Lamine Yamal, cada día te quiero más”. Por la calle Génova bajaban riadas de seguidores de la selección mientras la policía trataba de poner orden y canalizar el flujo. Jaime llegaba con cinco amigos desde Segovia para participar de una fiesta que empezaba a las 9 de la noche, pero que ninguno sabía cuando iba a terminar: “No sabemos donde dormiremos, pero vamos a celebrar cualquier resultado. Aunque perdamos, esta selección nos ha dado muchos días de alegrías”.
400 pantallas en Benidorm
En Benidorm, en una de las ciudades con mayor número de ingleses, más en pleno julio, los aficionados empezaron a ocupar posiciones desde bien temprano frente a las más de 400 pantallas de gran formato que los hosteleros y la fundación Visit Benidorm aseguraban que había repartidas por toda la ciudad. La mayoría de ellas están en la zona inglesa y la reina es la del hotel La Marina, de 50 metros cuadrados. Una pantalla visible desde cualquier punto de su enorme terraza y piscina, donde algunos todavía se refrescaban cuando iba a empezar el partido.
Michelle Baker es una periodista de origen británico afincada en Benidorm desde hace tres décadas. Se había acercado para ver el ambiente de la zona inglesa, aunque seguiría el partido “en la peña festera de toda la vida”, con su familia y amigos españoles, con una camiseta de la selección española y una bandera de Inglaterra. “Pase lo que pase, yo ya he ganado”, cuenta orgullosa: “independientemente del resultado, yo ya me siento en el equipo vencedor”.
Los hinchas españoles se concentraron en el auditorio Julio Iglesias, con una capacidad total de 4.000 personas, para seguir el encuentro en una pantalla de 30 metros cuadrados montada para la ocasión. Ambas aficiones juntas, pero no revueltas. Disfrutando de un partido tenso, intenso y con final feliz. Para la mayoría, al menos. Con el gol inicial de Nico Williams, el compinche de Lamine, quien le asistió, petardos, gritos ensordecedores y abrazos hasta con desconocidos. La fiesta solo acababa de empezar.
Información elaborada en colaboración con Clara Blanchar, Jon Rivas, Jacobo García y Jorge García
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