Nico, Lamine y cómo modernizar el fútbol
Sin salir del teléfono hay cientos de entretenimientos que compiten con el fútbol, pero cuando la gente se conecta no lo hace para entretenerse sino para emocionarse
Nos desvelan, emocional y horariamente, la Eurocopa y la Copa América, torneos separados por un océano y animados por distintos fondos culturales. En tiempos de uniformización, sobreviven signos autóctonos: más académico, pulcro y de alto ritmo el fútbol europeo; más astuto y violento el sudamericano. Con un aburrido punto en común, la dificultad de encontrar claridad en los caminos hacia el gol. Falta el golpe de vista clarividente, las asociaciones relampagueantes de la olvidada pared, que alguien elimine a alguien. Y, sin embargo, seguimos pegados a la pantalla.
En contra de lo que dijeron los malos profetas, la televisión, lejos de condenar al fútbol, lo fortaleció desde muchos puntos de vista. Lo publicitó hasta el punto de generar una adicción; lo enriqueció como principal fuente de ingresos; lo hizo menos violento porque, mostrando, denunciaba; y hasta se convirtió en escuela: los chicos pueden ver, admirar e imitar.
En España, viví cómo se empezaban a dar partidos una vez por semana en un único canal. Luego llegó la televisión de pago con su efecto multiplicador del fútbol y no solo nacional. Las maravillosas realizaciones nos descubrían intimidades con primeros planos y las repeticiones desde distintos ángulos nos permitían admirar un gol, avivar polémicas o ver la cara de sota que se le ponía al entrenador cuando le marcaban un gol a su equipo.
Actualmente la televisión ya es parte del juego. Sus imágenes son indispensables para coarbitrar desde el VAR. Pero hay un desconcierto más interesante. Los directivos de televisión no saben muy bien qué hacer con el fútbol, aterrorizados porque a los jóvenes noventa minutos les parecen una eternidad y porque durante el partido necesitan diversificar su atención con una realidad paralela: búsqueda de datos, redes, juegos online… Para tratar de alcanzar su interés quieren alivianar el fútbol haciéndolo más divertido. Comentaristas que hablan rápido, programas presentados por presuntos cómicos, repeticiones de errores groseros para reírse. La premisa es: “hay que entretener”. El problema es que, sin salir del teléfono, hay cientos de entretenimientos que compiten con el fútbol. Esa batalla está perdida. El peso del pasado es muy grande como para pretender hacer del fútbol un juego moderno.
Pero, ¿qué tal si acertamos a interpretar lo que la gente busca cuando consume fútbol? El fútbol, desde hace ciento cincuenta años, ha ido tejiendo una cultura que involucra sentimientos. El escudo, que tiene forma de corazón, queda incorporado a nuestra identidad desde la primera infancia para acompañarnos durante toda la vida. Además, el salvaje fútbol contenta la trastienda animal que hay en todo ser humano. Un vehículo de descarga eficaz de nuestros bajos instintos. Cuando la gente enciende la tele, no lo hace para entretenerse, sino para emocionarse. Y solo se sienten respetados si la transmisión no subestima ese amor dramático. También les ocurrirá a los jóvenes, cuando dejen de ser jóvenes y sigan poniéndole eslabones a la larga cadena sentimental.
Llega la fase final de los dos grandes continentes futbolísticos. Las rabiosas batallas sudamericanas (nadie, que no lo haya experimentado, es capaz de imaginar lo difícil que es ese fútbol), y los metodológicos enfrentamientos europeos. Este artículo no sabe lo que ocurrió anoche, pero en la previa, los titulares se los llevaron Nico Williams y Lamine Yamal, dos chicos aún sin domesticar, que están poniendo todo el desparpajo de su creatividad al servicio del desequilibrio. Dos marcianos dentro de un fútbol tan previsible que tienen a toda Europa con los ojos como platos. Por cierto, los dos juntan diez millones de seguidores solo en Instagram. Muy desinteresados no parecen los jóvenes. No hay mejor solución que emocionarnos con el buen juego para que el fútbol siga siendo imbatible.
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