Por qué el alpinismo nunca será un deporte
En plena celebración de los Juegos, la muerte de Kazuya Hiraide y Kenro Nakajima en el K 2 ilumina la esencia salvaje de una actividad en la que los errores se pagan con la vida
Mientras se celebran los Juegos de París, el alpinismo abraza con timidez los preceptos del alto rendimiento, pretende imitar al deporte, pero la muerte de sus actores recuerda con terca brusquedad que escalar montañas remotas es un gesto salvaje, sin reglas, árbitros ni público. No es un deporte, y puede que nunca lo sea. El mundo puede estos días contemplar en directo o en bucle el llanto de hombres y mujeres que no alcanzan sus sueños de medalla. En cambio, nadie asiste al fracaso de un alpinista, no hay cámara que capte el momento terrible de un accidente, de un desfondamiento, de una avalancha que determine que el juego ha terminado y que la muerte impedirá una repesca. Este verano el K2 ha tenido pinta de estadio olímpico. Por un lado, nadie había escalado la segunda montaña más elevada del planeta (8.611 m) tan rápido: 11 horas invirtió el mago francés Benjamin Védrines desde el campo base por la misma ruta desde la que se conquistó su tremenda cima en 1954. A diferencia de los pioneros Lacedelli y Compagnoni, Védrines es una máquina entrenada con la severidad de un ciclista. Allí donde todos experimentan la agonía de la hipoxia y temen los peligros objetivos (caída de rocas, de masas de hielo…) Védrines vuela vestido como para darse un paseo por el Mont Blanc. Podría llevar un dorsal y a nadie le extrañaría.
Por otro lado, en la oscura vertiente oeste del mismo K2, lejos de los nuevos turistas de montaña, lejos de todo, incluso de la vida, los japoneses Kazuya Hiraide (45 años) y Kenro Nakajima (39) se enfrentaban al reto de sus carreras: consideraban que su trayectoria les legitimaba para afrontar un último gran sueño, uno ciertamente terrible, un último viaje antes de volver a ser como todo el mundo. La cara oeste del K2 es, en realidad, una pared de roca de casi 3.000 metros solo escalada una vez, en 2007, por un pelotón ruso de 23 abnegados alpinistas. Los dos japoneses habían ganado en dos ocasiones el prestigioso Piolet de Oro, el galardón que distingue a los alpinistas de culto. Pero nunca fueron escaladores de roca, ni eran especialmente hábiles en terreno mixto de alta dificultad, así que nadie sabía muy bien qué ruta planeaban afrontar en estilo alpino. Mirando las fotos de la vertiente oeste como si de un rompecabezas se tratase, se observa en su lado izquierdo una sucesión de campas de nieve interrumpidas aquí y allá por muros de roca: es el camino más sencillo, aunque es evidente que queda expuesto a la caída de coladas de nieve y rocas. Es la ruta escogida en 1988 por el polaco Wojcieck Kurtyka y por el suizo Jean Troillet, dos que deseaban medirse en estilo alpino al formidable reto. Igual que este verano, el tiempo resultó entonces horrible, y la pareja permaneció 56 días a los pies de la montaña sin ver realmente ni un solo día de sol. Finalmente, Kurtyka y Troillet lanzaron dos ataques a la montaña, pero en ambos casos no pasaron de los 6.400 metros, ahuyentados por los aludes que barrían una ruta que bautizaron como la hoz dada la forma del corredor por el que pretendían progresar.
Tras semanas de espera, la ansiada ventana de buen tiempo alcanzó el K2 el pasado 24 de julio: todos los montañeros salieron ladera arriba a la carrera, ninguno tan rápido como Védrines, claro. Dos días después, un par de helicópteros del ejército de Pakistán buscaban algo en la cara oeste. Enseguida dieron con dosfiguras en la nieve, inmóviles. Hiraide y Nakajima seguían en idéntica postura dos días después: algo les había hecho caer desde una altitud vecina de los 7.000 metros. Ante la imposibilidad de socorrerles desde el aire (los aparatos del ejército no están preparados para un rescate de dificultad), se especuló con organizar un rescate desde tierra, idea que pronto se difuminó, dando por muerta a la pareja japonesa. Kazuya Hiraide hubiera podido intentar el récord de Védrines: siempre fue un portento físico. Pero no le interesaba: “Las rutas normales de las montañas no me aportan la experiencia que busco”, reconocía el pasado mes de diciembre durante una visita a San Sebastián. Mucho más que un deporte, el alpinismo de Hiraide y Nakajima era un juego de exploración, de astucia, de incógnitas, de compromiso salpicado de parámetros incontrolables donde la fortuna tenía un peso específico importante. Ser más listo que los caprichos del terreno. Ser rápido cuando hace falta. No cometer errores. No subestimar la montaña ni sobreestimar sus propias capacidades. Cuanto más crecía Hiraide como alpinista, mejor conocía las montañas y más temores le infundían: “Ahora que he vivido tantas experiencias sé perfectamente lo terrible que puede llegar a ser la alta montaña, conozco mejor sus trampas y por eso la temo. Necesito alguien fuerte a mi lado como Nakajima para confiar en mis capacidades”, explicaba hace unos meses en un desconcertante discurso desprovisto del ego propio de los alpinistas. En última instancia, el alpinismo de élite es una lucha permanente contra el miedo a lo desconocido, contra los demonios interiores.
Estos días, un equipo de alpinistas de Pakistán ha sido capaz de recuperar el cuerpo del porteador de altura Muhammad Hassan, tristemente célebre tras sufrir el verano pasado una caída en el cuello de botella del K2 (a unos 8.450 metros) y morir ante la mirada de todos los que juzgaron más importante alcanzar la cima que socorrerle. Casi al mismo tiempo, un grupo ruso se ha desplazado hasta el Gasherbrum IV para buscar y recoger el cuerpo de Dimitry Golovchenko, desaparecido cuando se precipitó al vacío mientras trataba de abrir una nueva ruta en compañía de Sergey Nilov. Recoger los cuerpos de los alpinistas caídos en el Himalaya es un último gesto de respeto, de empatía con sus familiares. Es la simbólica entrega de medallas donde se celebra no un éxito puntual, sino una forma de entender la vida, por incomprensible que resulte para el común de los mortales.
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