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2025, el año en el que los mejores deportistas del mundo se amaron por encima de la rivalidad

Llevando la contraria a una sociedad en la que las ideas trumpistas de confrontación y destrucción invaden las conductas, cracks como Sinner y Alcaraz proclaman amor y respeto, y muchos les siguen

Alcaraz y Sinner en la final del US Open de Nueva York

En el año 394 d. C., un militar español fanático nacido en Coca, a orillas del Eresma y sus pinares espesos, el emperador romano Teodosio I, enfurecido contra el deporte, que busca la belleza corporal y la armonía del movimiento, y contra el helenismo, que significa razón y libre examen, promulgó un edicto que prohibía la celebración de los Juegos en el año 1.200 de su existencia y sumió a Olimpia en el olvido. El general Teodosio el Grande, titán del cristianismo y su expansión, seguramente se habría enfurecido más aún contemplando, ya en el siglo XXI, cómo los mejores deportistas del mundo, y quizás de la historia, aúnan no solo belleza, armonía y libertad de pensamiento, sino también un cierto punto de inconsciencia, despreocupación y alegría infantil que los lleva a amar a sus rivales como hermanos verdaderos –no como Caín amaba a Abel—antes y después de haber peleado a muerte uno contra otro.

Teodosio habría prohibido la alegría, instaurado la obediencia, y los deportistas se habrían liberado para abrazarse como Carlos Alcaraz y Janik Sinner después y antes de sus finales en Grand Slam y Masters 1000, conscientes de que la grandeza de uno se mide por la grandeza del otro, o como Mondo Duplantis y Manolo Karalis en Tokio en celebración de un récord del mundo atómico, o como María Pérez con la rival italiana Antonella Palmisano, a la que invita con un sudoroso abrazo a subir a su podio de doble campeona mundial de marcha, y come con ella, cena con ella y se va de vacaciones en su compañía, o como los golfistas europeos de la Ryder Cup alzan a hombros a Shane Lowry, que firma la remontada imposible ante el imperio, y el primero que le exalta es otro irlandés, Rory McIlroy, que ha ganado por fin el Masters –y ya completa la colección de los cuatro grandes, y el mundo del golf se emociona–, y los haters de Bethpage Black, los aficionados norteamericanos que le lanzan cerveza y exabruptos, se tragan los insultos.

Dan prioridad a los valores del deporte. Son perfectos. Lo llaman buenismo, buena educación, y es una tendencia generacional que exaspera a tantos aficionados cuyo fanatismo por un campeón es proporcional al desagrado por el otro y exigen imperfección humana, tonos macarras, declaraciones provocativas, promesas de odio eterno que inflaman y que riman acompasadas con los tiempos trumpianos de destrucción, ay de quien se oponga. Son un pequeño brote de esperanza que se ha multiplicado en 2025. Como la gente del cine de 2025, en aras de la economía del negocio han protagonizado hazañas a gran escala, llenas de acción, pero han huido de lo trillado. No son superhéroes de franquicia intocables, reemplazables sin afecto, sino personajes que han comprendido que el espectáculo casa muy bien con los grandes temas de solidaridad y valentía, una forma única de afrontar los grandes problemas del mundo, del poder.

El espectáculo ha sido las grandes finales de tenis. Alcaraz y Sinner han enterrado la era los tres grandes, Nadal, Federer, Djokovic. Seis majors ya el murciano a los 22 años; cuatro el italiano; y empate a dos la temporada que acaba. Son los más grandes tenistas de la década, y comparten felices el mismo trono, aprenden cuando pierden, son generosos cuando ganan, y se toman unas copas, y si alguien no les entiende, o les pide que maduren, les recuerdan que ya no son los niños que fueron y que esto es un juego, cortan con él y siguen a lo suyo. Tres duelos en tres grandes finales: victoria del italiano, que se había impuesto en Australia a Zverev, en Wimbledon; triunfos del murciano en Roland Garros y Flushing Meadows. Y un número uno que pasa con naturalidad de uno a otro, y vuelta.

A Mondo Duplantis, el segundo de rango en la pértiga, Karalis, un griego que salta más de seis metros, jalea y empuja hacia el récord del mundo en todas las competiciones, y vitorea, niños jugando en el patio del colegio, a que salto más que tú, y lo hace en París, los Juegos del 24, cuando el sueco salta 6,25m hasta el oro, y le llevan a hombros y le mantean entre todos, y se repite la escena, más dramáticamente, un año después en Tokio. Karalis pelea y fuerza a saltar a Duplantis más de lo que deseaba para poder, finalmente, enfrentarse al listón a 6,30m de altura, superarlo al tercer intento, y ganar el Mundial con el cuarto récord del año, y apostillar: “Todo es un juego”.

Es la juventud de la pandemia, deportistas excepcionales nacidos con el siglo, quizás los mejores de nunca en su dominio, que huyen públicamente de la idolatría. Y así son también Tadej Pogacar y Jonas Vingegaard, que le espera cuando se cae y le da la mano felicitándoles después de las etapas que conducen al esloveno a su cuarto Tour de Francia, y al danés a ser segundo por tercera vez. E Ilia Malinin, extravagante y espectacular patinador capaz de hacer siete saltos cuádruples, incluido un Axel, en un solo programa largo, que recibe la adoración de sus coetáneos generacionales mientras él se arrodilla ante su antecesor, el doble campeón olímpico Yuzuru Hanyu, el japonés que lo arriesgó todo por ser el primero que cuadrara un cuádruple Axel en competición, y no llegó. Cuando el norteamericano lo consiguió, a los 19 años, y se ganó el título de Quad God (Dios de los cuádruple), declaró: “Hanyu edificó un estatus dentro del patinaje absolutamente único, y yo no creo que sea capaz de superarle, ni nadie podrá alcanzarlo nunca”. Lando Norris gana el Mundial de F1 sin decir ni una mala palabra de su compañero en McLaren y rival Oscar Piastri y abrazando tanto a otro rival, Carlos Sainz, que a ambos les llaman igual, Carlando (aunque su fondo de inversiones común se llame Apex). Nostalgia, por supuesto, de la mala leche de Max Verstappen, que habla brusco como conduce único, y es el egoísmo del campeón intocable, el de Senna y Prost, y las leyendas, el del sarcasmo de Fernando Alonso.

En ese mundo prepandemia y tubos de escape tóxicos en el que el malismo era la sal del deporte resiste aún el resucitado Marc Márquez, que a los 32 años, seis años después de su último título, gana su séptimo Mundial de MotoGP y se niega a dar la mano y hacer las paces con el eterno rival Valentino Rossi. Aun así, el piloto catalán, como los más jóvenes de ahora, luce el punto de inconsciencia de aquellos para los que el sueño es más fuerte que el miedo, y una Ducati oficial en Bolonia, donde, dice, se come muy bien. “Soy feliz y rápido”, dice. “Mi resurrección comenzó cuando me operé por cuarta vez del brazo. Fui a Estados Unidos para rompérmelo de nuevo y me lo enderezaran. Con el brazo torcido podía llevar una vida normal, pero no manejar una moto. Asumí el riesgo”.

Márquez es una excepción como lo es, entre las mujeres, Lindsey Vonn, la esquiadora de Minnesota, que ha regresado a los 41 años, nueve años después de su último Globo de Oro, y con una rodilla ortopédica para, sin pedir permiso ni dar las gracias a nadie, ni abrazar a su compatriota y rival Mikaela Shiffrin, la reina del slalom y las pruebas lentas, volver a ser campeona olímpica 16 años después de su oro en el descenso de Vancouver. Cuando hace unas semanas se impuso en el descenso de Saint Moritz, regresaba con ella, y su gorrito con orejas de Minnie, una época de estrellato en revistas de glamour y papel couché, un pasado que ya no existe, como la nieve que ha desaparecido de la estación de Deer Valley, en las Rocosas de Utah, donde se casó para un matrimonio que duró cuatro años, un poco menos que la nieve que se deshace. Con la rodilla rota fue novia de Tiger Woods, el as del golf con la espalda rota, y jugó con el al golf en Augusta y él esquió con ella en Suiza, y fueron dos años la pareja ideal, el señuelo del deporte.

Pero hasta el mundo del fútbol, tradicionalmente sulfúrico, Mourinho sacándole un ojo a Guardiola y cosas así, parece haberse acomodado a la placidez edulcorada de unas Navidades a los Disney, el business bien engrasado, con Luis Enrique, educado y alegre al fin, guiando al PSG a una Champions espectacular (5-0 al Inter), colega de sus futbolistas y hasta capaz de conseguir que el Balón de Oro se lo lleve nada menos que Ousmane Dembélé, repudiado por el Barça. Solo el mal humor y la frustración de Vinicius, el teatrillo de los presidentes y las extravagancias malinterpretadas de Lamine Yamal devuelven al fútbol a su tradición peleona.

El año siguiente de ser campeona olímpica, María Pérez vuelve a ganar dos oros en un Mundial de marcha. Lo hizo en Tokio como lo había hecho en Budapest 2023, y entra en un muy restringido mundo de campeones de atletismo en el que solo había hombres gigantescos. como Usain Bolt o Carl Lewis. La declaración de amor deportivo de la atleta de Orce por Palmisano, su proclama constante de los valores del deporte, forma parte también de la lucha de todas las mujeres deportistas, que no pueden permitirse decir que lo suyo es un juego, porque, siguiendo la estela de Serena Williams, Simone Biles, Megan Rapinoe o Billie Jean King, siempre parecen sentir la necesidad de autoafirmarse en un mundo tan macho como el del deporte, de pedir permiso para tener un determinado físico fijado por la mirada masculina, de dar las gracias. Por eso la rabia siempre latente, la mala leche competitiva de muchas, de la propia María Pérez, de la campeona del mundo júnior de ciclismo Paula Ostiz, de la ciclista francesa Pauline Ferrand Prévot, campeona olímpica de mountain bike y ganadora del último Tour, que, al mismo tiempo que elogios por sus hazañas, recibe críticas aceradas por su delgadez de ciclista escaladora, cuando la finura extrema, la ausencia de grasa, es el mejor piropo que le gusta oír a un hombre, y entre ellos se saludan pellizcándose discretamente la cintura para medir a ojo el porcentaje de grasa del rival.

La mujer sufre más, como la campeona olímpica de bádminton Carolina Marín con la rodilla rota, que confiesa en redes que ha “colapsado” y se borra de las redes para vivir más consigo misma, o como la mejor atleta del mundo, Sydney McLaughlin-Levrone, la silente campeona olímpica y mundial que se niega a hablar apenas, a salir de su cascarón protector y solo deja hablar, hermosos, a sus tobillos en las curvas de seda de sus 400m, y, por si acaso, ha unido a su apellido un guion para añadir el apellido de su marido.

Es la carga de las mujeres de la que no se desembaraza Jenni Hermoso, muda aún dos años después de sufrir el beso forzado de Rubiales que, sirvió, irónicamente, para reforzar el papel protagonista de la selección de fútbol campeona del mundo en Australia. El inicio de un espejismo, el nacimiento de una estrella como Aitana Bonmatí, tres veces seguidas elegida la mejor jugadora del mundo tanto para la FIFA como para el jurado del Balón de Oro, y eso un 2025 en el que Lisboa y los penaltis de Basilea supusieron un final amargo tanto para su Barça en la Champions como para la selección en la Eurocopa a manos del fútbol inglés.

Para superarla, la nadadora canadiense Summer McKintosh, la reina de los Mundiales de Singapur con cuatro oros, preferiría quizás ser hombre. Ha llamado a su gato Mickey, nombre de ratón, porque siente adoración por Michael Phelps, y se entrena en Austin con el entrenador del dios de las piscinas, Bill Bowman.Tendrá solo 22 años en Los Juegos de los Ángeles, y sumará seguramente cinco oros olímpicos más a los tres de París. Y se sentirá más cerca de Phelps, su referencia única.

El mundo está llegando a 2026. Bonmatí, muy parca en palabras, no sigue el camino rebelde y reivindicativo de Megan Rapinoe, la primera futbolista megaestrella dentro y fuera del campo, pero al menos no contribuye a transformar la épica en farsa como hace Aryna Sabalenka, la tenista número uno del mundo (dos Open de Australia y dos de EE UU), prestándose a una segunda batalla de los sexos en una pista de tenis. El rival de la bielorrusa fue precisamente el bocazas australiano Nick Kyrgios, un mal imitador del mal humor y las rabietas de John McEnroe. Lo organizó en Dubái el mánager común de ambos tenistas, que se prestaron al show y Sabalenka aceptó jugar en una pista en la que su lado, que nunca intercambió, era un 9% más pequeño que el del hombre. Fue una burla a la primera guerra de los sexos, la que en 1973 libró, y ganó Billie Jean King, que respondió al desafío de Billy Riggs. “Lo único similar es que se enfrentan un chico y una chica: mi desafío representaba la igualdad, la libertad, la igualdad de remuneración por un trabajo de igual valor, era el símbolo del cambio social”, ha dicho Billie Jean King. Y todo el mundo la escuchó porque 52 años después el mundo ha podido cambiar algo, y los campeones pueden ser buenos chicos, pero la discriminación nunca cesa.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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