La lotería del niño maravilla
Hay clubes que superan la marcha de los ídolos desde el colectivo, que es como uno mejor lleva los duelos, enfocado en la familia que aún nos queda
Tras la muerte de un ser querido, las primeras mañanas tienen un despertar confuso en el que uno se pregunta si aquello que le dice su razón es cierto o solamente es fruto de un mal sueño. Te frotas los ojos, te levantas de la cama, miras la hora y el día, sabes perfectamente que esa persona camina ya por otros mundos y, aún así, sigues esperando que en un momento dado aparezca por la puerta o que te espere, como de costumbre, sentadito en su cama mientras tú sales de la ducha para ir a trabajar autoengañándote con eso de que “la vida sigue”.
Quién no recuerda la primera temporada en la que su jugador favorito abandonaba el equipo definitivamente después de años de victorias, derrotas y la mala costumbre de tener de tu lado a quien más te quiere, que por lo general son aquellos que más te hacen gozar. Se nota, por ejemplo, cómo en el Barcelona tienen aún cierta esperanza de que un día, sin saber cómo ni por qué, cuando los jugadores azulgrana salten al campo dándole la mano a un niño, en el último de la fila vuelvan a reconocer a un tipo bajito con el 10 a la espalda que dice llamarse Leo Messi.
Tanto se nota que, como la razón al final es soberana, llevan años tratando de ponerle el nombre de Messi a otros nombres. Primero lo hicieron tímidamente con Memphis Depay, aunque eso duró cinco jornadas. Luego trataron de que se repitiera la leyenda del mejor jugador de la historia desde el principio, desde la Masia, con Ansu Fati. Se escudaban en que Messi, el día del debut de Ansu contra el Betis, le dio un abrazo y lo colgó en Instagram. Y como debe ser que el argentino no se prodiga en carantoñas, ahí que lo interpretaron como una bendición de Dios. Tenía que ser Ansu sí o sí. De modo que, cuando Messi se fue, le colocaron la remera del 10 como si fuera la capa de Superman. Pero no pudo ser.
Ansu Fati, que es un jugador sublime, no ha conseguido vencer esa losa de elogios primerizos que le deben recordar cada día en el banquillo lo que pudo ser y no fue. Para los señores con traje que pueblan los palcos de los estadios de fútbol, que devoran canapés en los descansos, esto no es un problema. Ya han desenvuelto el siguiente regalo como chiquillos caprichosos, y han descubierto —¡Oh lá lá!— al siguiente niño maravilla: Lamine Yamal. El joven, es cierto, parece la mayor irrupción del fútbol en los últimos años. Pero a nadie se le ocurre pensar cómo los clubes, auspiciados por dirigentes que no encuentran soluciones a sus problemas, se encomiendan a los milagros de chavales sin carné de conducir que desembarcan en un vestuario profesional sin saber hacer ninguna de las cosas que uno se supone que tiene que saber hacer en la vida para ser alguien de provecho porque son, sencillamente, adolescentes.
Yamal debutó en el Barcelona con 15 primaveras. Menos de cinco años antes de que los señores con traje y los gurús deportivos, al cabo de dos filigranas, vaticinaran que ese chico iba a ser —una vez más— “mejor que Messi”, estoy seguro de que en la clase de quinto de primaria de Yamal en su colegio de Rocafonda (Mataró, Barcelona), había muchos niños que aún creían en los Reyes Magos. Así es el fútbol. Todos se van a comer el mundo hasta que es el mundo quien les devora. Y pasa en todos los bandos. Jesé Rodríguez, el heredero de Cristiano, en una entrevista en El Larguero en 2014 dijo de sí mismo —nuevamente aupado por la alabanza desmedida— que él se veía “ganando el Balón de Oro en cuatro años”. “Me lo he ganado”, añadía. Hace ya seis años que Jesé no se proclamó el mejor jugador del mundo. Hoy está en Malasia, luchando por ser titular en un equipo llamado Jhor.
Los seres queridos no tienen recambio posible. Buscar un sustituto es condenar a muerte a esa nueva persona. Hay clubes que superan la marcha de los ídolos desde el colectivo, que es como uno mejor lleva los duelos, enfocado en la familia que aún nos queda.
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