El deporte hace el camino en Menorca
Ciclistas y corredores cuidan el Camí de Cavalls, un recorrido ancestral recuperado por senderistas
Corredores y ciclistas abren y cierran las puertas del Camí de Cavalls como el que pasa de una habitación a otra en su hogar. La fórmula de los menorquines para conservar un camino ancestral que da la vuelta a la isla fue poblarlo con sus inquilinos más fieles. Nadie como ellos para amar su roca caliza erosionada, una superficie propia de la alta montaña al nivel del mar. Por eso, se echan la bici a las espaldas para subir por barrancos y se lanzan después desbocados. Y abren la siguiente puerta. El deporte, lejos de contaminar un ecosistema, sirve para conservarlo.
Joan Febrer es el director de Camí de Cavalls 360, una empresa que organiza rutas todo el año y una exigente carrera por etapas de ciclismo y mountain bike. Ha recorrido tres veces la isla en bicicleta sin parar, en 12 horas y 26 minutos. Menorca presenta una diversidad geológica que concentra en 20 kilómetros lo que otros ecosistemas tienen en 500. El desnivel, 3.400 metros positivos, es poco para 185 kilómetros, pero el dato engaña: no hay grandes subidas, sino un sinfín de pequeños esfuerzos, ascensos de entre 5 y 15 metros que obligan a un esfuerzo máximo.
La última de las tres etapas del recorrido extendió ayer lo que los ciclistas llaman un rock garden —tramos que en un circuito convencional pueden suponer 40 metros, a casi 17 kilómetros. El alivio de alguno —muchos lo disputaron en pareja— cuando llegó a uno de los tramos de asfalto que atraviesan las urbanizaciones rozó el éxtasis. Corredores y ciclistas compartieron odisea en su vuelta a la isla. Gerard Minoves fue el más rápido sobre ruedas mientras que Miguel Heras cumplió el pronóstico y se llevó la general de bípedos, con Alfonsina Peppa como dominadora en féminas. El trail añadió un formato más corto, aproximadamente la mitad del camino. Ganaron Aritz Egea y Oihana Kortazar.
El Camí se utilizaba desde el siglo XIV para vigilar los peligros de la costa. Tras la Guerra Civil, cayó en desuso y las fincas por las que transcurría, sin la obligación de mantenerlo, se lo apropiaron. En los 80 volvió a recorrerse con tipos como Joan Febrer, que en su época de estudiante daba la vuelta a la isla con grandes mochilas. “Nos perdíamos, era una aventura”. Los nuevos hábitos de acceder a la naturaleza colisionaron con los propietarios, un conflicto —algunos dueños impedían el paso de esas excursiones reivindicativas— que desembocó en 2001 en una ley autonómica. Y llegaron las expropiaciones para recuperar el uso público del camino en sus 185 kilómetros.
La experiencia de dos décadas es que el impacto del ser humano sobre el Camí es un pilar de su conservación. “Puedes explicar el respeto por el medio ambiente en las aulas, pero se forja en el contacto, hay que vivirlo. Disfrutarlo, ver lo bonito que es o sentir el mar; eso se traduce en hábitos”. Como no tirar envases o los bajos decibelios que exigen determinados espacios. La prohibición protege al espacio, pero no crea la conciencia.
Eso ha traído a un público que viaja a la isla para recorrerlo en etapas, su perfil ideal: senderistas que recogen plásticos en lugar de dejarlos. Pero también turistas de sol y playa, lo que Febrer llama público accidental. “En los tramos más transitados, aparece un poco más de basura o gente con música, cosas que chirrían”. En la zona norte hay tramos más improvisados que se hicieron “deprisa y corriendo” para sortear propiedades; algunos están erosionados porque no se trazaron bien las eses.
La organización dona unos 15.000 euros al año para la conservación y recibe a unas 1.500 personas para visitas por etapas, más los 360 corredores y ciclistas repartidos todo el fin de semana.
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