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relatos de un amateur
Columna
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Montañas de septiembre

Las llegadas en alto son el tiempo de la verdad en el ciclismo, esa extraña fascinación de los aficionados por el dolor ajeno

Chava Jiménez, coronando el Angliru en 1999.
Chava Jiménez, coronando el Angliru en 1999.EFE

Es raro. En la hora de no hacer nada, tú disfrutas viendo sufrir. Ahí está la esencia de la Vuelta: en esa extraña fascinación de los aficionados por el dolor ajeno. La seducción que despierta el sufrimiento de los corredores. Calambres, pájaras, desfallecimientos, la agonía tatuada en el rictus, los contornos del abismo, no puedo más y aquí me quedo. Especialmente, en el clímax del vía crucis: la montaña, territorio indómito, salvaje, quizás la última frontera de la libertad en un mundo cortado en troquel. La montaña es el reino ácrata que te aísla, te eleva, te desafía. Que te obliga a mirarte de frente, sin trampas al solitario. Nadie sale igual después de dormir la primera noche al raso en la alta montaña, la vida sin profilaxis, la vida incivilizada.

La montaña es también el momento supremo del ciclismo, el tiempo de la verdad. Donde Marino Lejarreta, encorvado sobre el manillar y con el dorsal número uno, arrolla en los Lagos de Covadonga al general Hinault y forja el mito astur (1983). Donde el Chava Jiménez, vestido de omnipotente Banesto, emerge de entre la niebla fantasmagórica del primer Angliru (1999) antes de ser engullido por otras malditas nieblas espesadas en su mente cuatro años después. Donde el Tarangu, un Kas limón explosivo que mezcla enigma y carisma, y que es rehén impulsivo de los ataques suicidas doblega a Ocaña en el Monte Naranco (1974), para siempre su Monte Naranco. La montaña ha perfumado la épica de la Vuelta. Con Rominger, Olano, Zülle, mi ídolo, con Perico, Heras, Contador. Con Alejandro Valverde Belmonte.

Estos días, ya sin Federico en su nido toledano, se corre la Vuelta más montañosa. Cuento 48 puertos en el itinerario: 22 de tercera categoría, ocho de segunda, 13 de primera, y cinco de categoría especial. Están el Tourmalet, Aubisque, Angliru: el sueño de todo aficionado adicto al masoquismo propio y ajeno. Y me acuerdo de dos lecturas. La primera es impertinente y, por eso, interesante. Se titula Ciclismo y capitalismo, de Corsino Vela. El autor identifica en el ciclista profesional de hoy la proletarización extrema. De cómo la ética trágica del héroe clásico, construida sobre la narrativa dramática (y no tanto sobre la victoria), ha sido deglutida en el ciclismo por la ética comercial y competitiva del capitalismo. “La imagen en directo del sufrimiento individual en aras de una improbable victoria, reservada a un solo triunfador —escribe Corsino Vela—, es el envoltorio épico que recubre la prosaica realidad del sacrificio profesional de un individuo entregado hasta el límite de sus fuerzas a cambio de una recompensa crematística”. Es decir, sufrir por cobrar para que otros disfruten por ver sufrir en los ratos donde no sufren por vender su fuerza de trabajo. Un moderno circo romano. Riders premium que firman autógrafos. Enfocado así, desde el sofá y en plena digestión, la cosa merece un pensamiento.

Ni el derecho a la ilusión

La otra lectura es de un escritor obsesionado con las montañas, Dino Buzzati. En sus crónicas de El Giro de Italia de la dopoguerra (editorial Gallo Nero, imprescindible) hay un pasaje bello, embaucador, un poco agridulce. Se imagina Buzzati cómo en la víspera de la primera etapa, cuando todo es posible y nada hay escrito, un corredor del montón, de esos que nunca ha oído a la multitud gritar su nombre, se pone a soñar en la litera con el triunfo y la gloria. “Sueña con lo que todos los hombres han soñado o fantaseado alguna vez, de lo contrario la vida sería demasiado insulsa”, escribe Buzzati. Qué fácil parece soñar, dice el italiano, para aquel que nunca llegará el primero. Pero a veces no tiene, ni siquiera, el derecho a la ilusión. La experiencia le cercena sus fantasías. Lo clava a tierra, como las rampas del Angliru. Sabe que es un mísero gregario. Un forzado de la carretera. Un esclavo de la libre montaña. “Sabe” —escribe Buzzati— que no tiene esperanza. Así pues, mejor que se limite a dormir, a dormir nada más, y que no sueñe nada”.

Hoy, ahí afuera, en la vida con troquel, empiezan las montañas de septiembre. Un nuevo curso. Todo es posible, nada está escrito. Algunos querrán disfrutar con nuestro dolor. Pero la montaña eleva. Duele, pero mide y eleva. Y lo más raro sería no soñar.

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