El peor de los tiempos
Los avances y el progreso actual podrían ser obra del diablo o de un niño de tres años: lo del odio eterno al fútbol moderno cobra cada vez más sentido entre las aficiones


El Atlético de Madrid se embarcó hace unas semanas en una aventura extraña y retrofílica. Una jugada de retrovisor y nostalgia que interrogaba a sus socios sobre si no habría sido mejor mantener su histórico escudo y no el esbozo moderno, simplificado y rediseñado que le habían encargado a un estudio de branding algunos años atrás. Volver a la esencia, a los orígenes y al trazo real y no metafórico de la propia identidad. Los referéndums los carga el diablo: 86,8% de votos a favor de recuperar el viejo emblema. Y el club deberá ahora gastarse un dineral para adaptarse. Y sucedió lo mismo que, seguramente, ocurriría si le preguntasen a la gente sobre el presente y la posibilidad de regresar a un pasado relativamente reciente.
Vivimos la primera década de la historia en la que, probablemente, casi todo es peor que en la anterior. Los avances y el progreso actual podrían ser obra del diablo. O de un niño de tres años. Solo hay que ver el universo diseñado por Mark Zuckerberg para el metaverso que iba a regir nuestras vidas. El otro día El Mundo publicaba un artículo apasionante de Rodrigo Terrasa sobre los estragos de la educación digital y de cómo países como Suecia, pioneros en esta futurista materia, están invirtiendo ahora cantidades ingentes de dinero para desmontar el chiringuito diseñado alrededor de una pantalla. Es nocivo, destruye el conocimiento, la atención y la capacidad de aprendizaje. Ahora resulta que era mejor el papel, leer, estudiar, la pizarra. Y llegamos tarde. Una generación ya está perdida. Pero la lección está clara. También la de empezar a desconfiar de que los nórdicos siempre lo hagan todo mejor.
El Supremo de Estados Unidos está demoliendo a la luz del día el edificio del progreso construido en los últimos decenios en EE UU. Ha vuelto la Guerra Fría al corazón de Europa. Vox propone un programa de gobierno con hedor a cloaca franquista y ya nadie oculta que lo único que importa es volver a tocar la moqueta de Moncloa. Ganamos menos dinero (nuestro fabuloso comité de empresa ha logrado frenar esa tendencia en EL PAÍS), la vida es más cara, nos acercamos al abismo de la implosión climática y el Barça, quizá sea eso lo más relevante a estas alturas de la temporada, ya no es capaz ni de convencer a un centrocampista turco de 18 años al que convencieron de que jugaría en una plantilla donde tiene por delante a Bellinghan, Modric, Kroos, Valverde… El compromiso y la fidelidad son cosas distintas, como demostró Íñigo Onieva en el altar este fin de semana. Así que, ¿a quién le extraña que a la gente le importe un bledo todo y solo piense en tener tiempo libre?
La moda son ciclos. Y es cierto que cada tanto las tendencias abrazan la arqueología sentimental, como explicaba Simon Reynolds en Retromanía (Caja Negra Editores, 2012), la biblia de esa costumbre en vivir el presente en modo vintage. Esta vez no es eso. Tampoco es que cualquier tiempo pasado fuera mejor ni que tengamos que vivir siempre subidoa a un Delorean plateado. Pero en los estadios, salvo en asuntos como la progresiva desaparición de los delincuentes que poblaban los fondos, no parece que haya grandes motivos de alegría. Lo del odio al fútbol moderno cobra cada vez más sentido y las aficiones comienzan a asimilarlo, aunque sea simbólicamente desde el diseño del emblema o de la camiseta, como esa preciosidad que lucirá el Deportivo la temporada que viene.
El viejo escudo del Atlético de Madrid era más bonito. Nadie tenía duda de eso. La finalidad del rediseño que acaban de enterrar los socios era simplificar la marca, facilitar su uso en redes, webs, branding y demás objetos comerciales. Diluir su identidad en sus aplicaciones. Cuando todas las empresas querían fans, el fútbol nos trató como clientes. No aprendieron nada.
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