Fallece Txomin Perurena, el gran ciclista español de los años 70
El corredor guipuzcoano, de 79 años, logró 158 victorias en su carrera profesional, más que ningún ciclista español en la historia
El 31 de mayo, hace ocho días, Txomin Perurena responde al teléfono y habla con una voz fuerte, enérgica, que engaña. “Estoy muy mal. Ayer hablé con la oncóloga y me dijo que los tres ciclos de quimio no me habían valido para nada, que el tumor seguía creciendo, y yo estoy muy flojo. Si hasta para ir del salón al baño necesito muletas...”, dice, y continúa como si estuviera hablando de una fruslería antes de empezar con lo importante, con lo que de verdad le importa y le indigna. “¿Viste hace una semana la etapa del Giro de las Tres Cimas de Lavaredo? Qué vergüenza, un ataque a 200 metros, qué desprecio al puerto más bonito de los Dolomitas”. Perurena se hizo ciclista porque no le gustaba atender en el bar de sus padres, el Bar Perurena, en Ventas de Astigarraga, entre Oiartzun y Rentería, y toda su vida fue ciclista, y murió ciclista el jueves, en San Sebastián, donde vivía. Habría cumplido 80 años el 15 de diciembre. “Nací tres días después que Keith Richards, el de los Rolling”, solía decir. “Todo el mundo pensaba que era de Ventas, por el bar, pero soy de Oiartzun, como los hermanos Lasa, José Manuel y Miguel Mari, que también fueron ciclistas, la competencia”.
Perurena fue ciclista, un hermoso ciclista, sus ojos claros, un ciclista muy bueno, uno de los tres grandes de la España de los 70, y a los otros dos, Ocaña y el Tarangu, José Manuel Fuente, les acompañó y les arropó, y les comprendió en sus locuras de genio. Como corredor, 158 victorias (más que ningún ciclista español en la historia, más que Valverde aún; 12 etapas de la Vuelta, dos del Giro, 11 de la Itzulia, la montaña del Tour del 74...), y, como director, una Vuelta con Perico Delgado, en el Orbea de 1985, y una San Remo con Sean Kelly, el ciclista que él podría haber sido, en el Festina de 1992.
En el Bar Perurena, que alquiló unos años a las hijas de Luis Otaño, otro gran ciclista guipuzcoano, y luego puso en venta, una fotografía ocupaba toda una pared sobre una gran cafetera Faema. Varios ciclistas del Fagor —él mismo, López Rodríguez, Galera, Gabika, Mendiburu— empujan y ayudan a Ocaña. Balón de Alsacia del Tour del 69. Merckx ataca y se viste de amarillo. Ocaña se cae y se rompe la boca. España siempre trágica y solidaria. A Fuente le aguantaba, en la cama de al lado, las noches de luna e insomnio, un cigarrillo tras otro, Winston, en la cama, ojos abiertos, mirando el techo de la habitación.
“Viví durante 10 años, prácticamente toda mi carrera profesional, en Madrid. En 1964, cuando corría en el Olarra, fuimos a Madrid a disputar la carrera de los XXV años de Paz y allí nos alojamos en la pensión Bilbao. Era donde nos pagaba la federación, la pensión de los ciclistas. Y allí conocí a mi mujer, Marieva, que era la hija de la dueña de la pensión. Y nos quedamos a vivir en Madrid por su madre y su familia, y porque ella era muy joven”, recordaba en una entrevista hace unos años. “Estaba en la calle de la Batalla de Brunete, que ahora es Rafael de Riego, en el barrio de Delicias, y los mejores trabajadores de España, los que lograban un trabajo en la Standard, allí al lado, dormían a veces en sus coches, porque era imposible encontrar aparcamiento y querían guardar la plaza”.
“De Madrid tengo buenos y grandes recuerdos. Para mi gusto se podía entrenar mejor que en Euskadi. Para los días duros tenía un buen circuito. Atravesaba todo el centro para ir hacia Colmenar, luego subía los puertos de Morcuera, Cotos y bajaba por Navacerrada hasta Madrid de nuevo. Yo no era de grupos ni nada de eso. Me gustaba salir solo”, recordaba. “Y salía a pasear por la Gran Vía y también por la calle de Toledo y la gente me conocía y muchos me paraban”. Es la España de los últimos años de Franco, y Perurena, abertzale, es capaz de ganar el campeonato de España y correr en el País Vasco con el maillot rojo, amarillo, rojo, y aguanta que los días que le va mal le digan que va tan lento por llevar ese maillot. En febrero de 1984, los GAL matan en Hendaya a su hermano Vicente, mugalari (ayudaba a pasar la frontera) de ETA, y Perurena, que está en la Vuelta a Andalucía dirigiendo al Orbea, y con el mismo coche conduce toda la noche hasta Hendaya y el día siguiente a Burdeos, donde incineran a su hermano mayor. Vuelve a la carrera. Hay huelga de agricultores que cortan la carretera con sus tractores. Los ciclistas van a la salida en bicis. A los directores, que habían aparcado lejos sus coches, les llevan en sus motos los guardias civiles. También a Perurena. Dirigió al Teka también, y al Euskadi, cuando se creó el equipo vasco. Corrió en el Fagor porque su fundador, Periko Matxain, le conocía desde niño, y hasta fue el que le regaló su primera bicicleta. Y corrió en el Kas de Dalmacio Langarica, el gran equipo español de la década, porque él era el mejor ciclista y solo podía estar en el mejor equipo, aunque nunca pudo probarse en las grandes clásicas, que tan bien le habrían ido, porque no entraban en la cultura de los tiempos en España.
Perurena era el ciclista más popular de España. Era la imagen del ganador. “Me querían todos, pero eso era, sobre todo, porque disputaba a tope todas las carreras desde febrero hasta septiembre. La gente apreciaba el esfuerzo, y no había carreras pequeñas. Lo mismo daba la Vuelta a España que el Gran Premio de Caboalles”. Le querían en todas partes. Iba a Andalucía y le adoraban, y en Asturias y en Castilla y en Valencia y Cataluña, y en su Euskadi, en el velódromo de Anoeta, perdió una Vuelta, la de 1975. “No viví momento más triste en mi carrera, creo”, decía. “¿Te imaginas lo que es entrar en el velódromo de tu ciudad con las gradas hasta arriba de aficionados, qué sé yo, habría más de 15.000, y no oír ni un solo ruido, solo el silencio? Así me ocurrió a mí...” Primavera de 1975. Última etapa de la Vuelta a España. Perurena es el líder, con más de un minuto de ventaja sobre Miguel Mari Lasa y Agustín Tamames. Solo le separa de la victoria final una contrarreloj de 30 kilómetros que terminaba con una vuelta a la pista del velódromo. “Aun perdiendo 1m 19s con Tamames, ganaba la Vuelta. Y creía que lo podía conseguir, pero al entrar al velódromo y escuchar el silencio con que me recibieron mis aficionados, supe que no. Al final me sobraron 14 segundos, media vuelta a la pista... La Vuelta fue para Tamames. Aquel silencio nunca se me irá de la cabeza. A veces me entran ganas de llorar. Así perdí la Vuelta ante míos”.
Dentro de tres semanas, el Tour comienza en su Bilbao, y el domingo 2 de julio llega a su San Sebastián, ya sin él, y asciende Jaizkibel, el monte de la Klasika. “Está muy bien el monte Jaizkibel, sus bosques y sus vistas, pero cuando yo muera quiero que dispersen mis cenizas al otro lado”, decía Perurena, hace unos años. Conduce su viejo Passat por las carreteras de su tierra. Mientras habla dirige su mirada hacia su derecha, hacia una curiosa formación granítica como una escalera en la que tres cimas, a más de 800 metros de altura, Irumugarrieta, Txurrumurru y Erroilbide, forman las Peñas de Aia. “Dicen que son las montañas más antiguas del país, y a mí me fascinan”. Un cuadro con las Peñas de Aia domina aún el salón del que tanto le costaba ya moverse a Perurena.
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