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Muere Dick Fosbury, el atleta que revolucionó el salto de altura

Fallece a los 76 años el campeón olímpico de México 68, el primero que saltó de espaldas al listón e inventó el estilo que utilizan todos los saltadores

Muere Dick Fosbury
Dick Fosbury en los Juegos Olímpicos de México, en octubre de 1968.- (AFP)
Carlos Arribas

Quienes han nacido en 1969 mantienen ante quien haga falta que aquel fue el mejor año para nacer, año de ingenuidad, de la llegada del hombre a la Luna, de la fe en que el átomo y el progreso acabarían con todos los problemas de la humanidad, pero quienes por aquella época ya tenían uso de razón, iban al instituto o a la universidad les discutirán, y les dirán que como 1968 no ha habido ningún año que haya conmovido más a la humanidad, que más haya marcado. Mayo del 68, Berkeley, movimiento hippy, guerra de Vietnam, asesinato de Martin Luther King, Primavera de Praga, pop, década prodigiosa y, después de la matanza del Zócalo, en la misma Ciudad de México, en octubre, los Juegos Olímpicos que simbolizaron todo eso y más. Los Juegos de Tommie Smith y John Carlos, y su guante negro, en el podio, el black power, la juventud concienciada, Bob Beamon saltando 8,90m, y Dick Fosbury, un chaval de Portland (Oregón), de apenas 21 años, saltando de espaldas la altura. Fue la gran revolución del atletismo, el nacimiento del fosbury flop, y su fundador, el padre revolucionario, falleció ayer, en su casa de Ketchum (Idaho), “apaciblemente en el sueño”, como anunció su agente, víctima de una recidiva de un linfoma que se le diagnosticó en 2008. Era un hombre maduro de melena blanca, un ingeniero de caminos establecido en una granja, en las grandes praderas del Oeste, aficionado al snowboard en invierno y a la bicicleta de montaña en verano, y comprometido con los desfavorecidos, luchador contra el racismo, y hasta candidato derrotado por el Partido Demócrata al Congreso. El 6 de marzo había cumplido 76 años.

“Todos los chavales que hacíamos atletismo en San Sebastián, nada más verle, nos fuimos a Anoeta a saltar de espaldas”, dice Ramón Cid, triplista y técnico; “y era divertidísimo”. Y así los de todo el mundo. El debate sobre la superioridad de uno u otro estilo duró nada. Los puristas del rodillo pudieron disfrutar unos años más gracias al genial Yatchenko, que elevó el récord hasta los 2,35 metros. Terminado México 68, Fosbury regresó a su facultad. El decano le dio a elegir: el atletismo o su carrera. Colgó las zapatillas y se hizo ingeniero.

El cubano Javier Sotomayor, el hombre que más alto ha saltado, 2,45 metros, gracias al fosbury flop, la única técnica del atletismo que se conoce por el nombre de su inventor, lo define como un “revolucionario”.Gracias a él, unos cuantos saltadores hemos tenido, incluyéndome a mí, grandes resultados superiores a los 2,40 metros”, dice el atleta de Matanzas. “Teniendo en cuenta que con el estilo anterior, el rodillo ventral, iba a ser bien difícil llegar tan alto, tengo que decir que uno de los agradecidos de su gran innovación soy yo. Me uno al dolor de todos sus familiares y de todos sus amigos, y de todos sus seguidores, que entre ellos estoy yo. Que descanse en paz”.

Fosbury, segundo por la izquierda, junto a Sotomayor, Sjöberg, Barshim y Bondarenko, cuatro atletas que saltaron más de 2,40 metros, bajo el listón a 2,45 metros.
Fosbury, segundo por la izquierda, junto a Sotomayor, Sjöberg, Barshim y Bondarenko, cuatro atletas que saltaron más de 2,40 metros, bajo el listón a 2,45 metros.

El solo citar su apellido produce un efecto dominó, una cadena. Sus tres sílabas evocan una imagen. La imagen -un atleta horizontal, camiseta de tirantes azul marino, pantaloncito blanco, una adidas blanca en un pie y otra negra en el otro, congelado de espaldas, los brazos inertes en el costado, la cabeza ligeramente torcida, sobre un listón- despierta el recuerdo de un momento, el 20 de octubre de 1968, en un estadio, el Olímpico de Ciudad de México.

Fosbury llegó a su estilo revolucionario por un defecto: su incapacidad para asimilar el complejo rodillo ventral. Sólo sabía saltar a tijereta y no paró hasta tornarla salto de espaldas. Comenzó a practicarlo años antes de México 68. Llegaba hasta el listón y se giraba, después efectuaba un mortal de espaldas y lo superaba. El movimiento le permitía superar la altura manteniendo el centro de gravedad por debajo del listón, lo que exigía menos potencia de salto. Así, tras 12 saltos, derrotó a Gavrilov y Carruthers en la final olímpica, batió con 2,24 metros el récord olímpico y rozó los 2,29, con lo que habría batido el mundial del desgraciado soviético Valery Brumel, la especie máxima de la perfección a quien un accidente de moto había destrozado una pierna. Brumel salvó su récord, pero al día siguiente su estilo empezó a morir.

Para Luis María Garriga decir Fosbury es decir todo eso y también algo más. Para Garriga, que en su juventud fue el mejor saltador de altura de España --tuvo el récord nacional en 2,12 metros--, Fosbury es también un sonido, un ruido gutural, y un grito. “Claro, entonces no era como ahora, que cualquier cosa que pasa en cualquier lugar enseguida llega por televisión, por satélite, por internet, a los cuatro confines”, cuenta Garriga, uno de los 13 participantes en la final olímpica de México, uno de los 12 atletas asombrados por Fosbury; “pero, claro, sí que habíamos oído hablar de Fosbury, de su forma de saltar. Incluso teníamos una película que habíamos pasado cientos de veces por la moviola para analizarla. Así que tampoco me sorprendió mucho Fosbury. Lo que recuerdo con más viveza es la manera como se concentraba. Iba Fosbury a su marca en el suelo, se quedaba parado más de dos minutos y empezaba a mover las manos y hacer ruidos con la garganta. Y parecía que se olvidaba del mundo. Tanto que entre las gradas, silenciosas como nunca, se oían gritos de impaciencia: ‘¡Ándale!, ¡ándale!”.

El silencio. Las crónicas cuentan que, por primera vez en unos Juegos, el estadio no vitoreó la entrada del ganador del maratón, el etíope Mamo Wolde. Y no fue por antipatía, sino porque coincidió con un salto de Fosbury. Y Jorge González Amo, mediofondista, participante en el 1.500, recuerda cómo en la mañana de la calificación los espectadores se amontonaban en la curva del estadio en la que estaba ubicado el saltadero. “Fue alucinante. Fueron los mejores Juegos”, dice González Amo; “nació el atletismo moderno, la pista de tartán, las pértigas de fibra de vidrio, las colchonetas de espuma para aterrizar después de saltar, sin las que habría sido imposible el Fosbury so pena de desnucarse en los fosos de arena, serrín o serojilla, como los que había antes”.

Lo mejor del estilo de Fosbury, de su revolución, de su forma de afrontar el listón, era que permitía una velocidad mucho mayor. “Abrió el salto de altura a un tipo de atletas que antes no valían, a los muy altos y finos”, dice Arturo Ortiz, aún plusmarquista nacional (2,34m); “antes, cuando el rodillo ventral, cuando el mito Valery Brumel, el prototipo era un atleta de piernas potentísimas, de mucha fuerza. No se podía conseguir tanta velocidad con los tres últimos pasos hasta la batida. En todas las especialidades del atletismo rige la misma máxima: cuanto más rápido, mejor. Y el fosbury flop permite hacerlo todo más rápido”.

Ortiz tiene grabada “en el córtex” la imagen de Fosbury como tiene la de Beamon o la del podio del 200: Smith, Norman y John Carlos, los puños en alto, el guante negro, Jesse Owens. Y hace con ella un ejercicio de abstracción, reducción, purificación. “Es emocionante, algo nuevo bajo el sol”, dice; “tuvo el valor de los genios, de dejarse llevar por la intuición, de ser el primero que lo hizo. El valor del pionero. Después de Kandisky, es muy fácil lanzarse a pintar un lienzo en blanco. Antes nadie se había atrevido. Así pasó con Fosbury”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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