De copas y pescado
Al Barça se le acusa, con cierta asiduidad y desde trincheras rivales, de fomentar un relato que no se ajusta del todo a la realidad, como si esto fuera en beneficio del propio club
Ocurrió durante el estreno de España en el pasado Mundial, con un marcador tan abultado que la razón aconsejaba revolotear en círculo y evitar los juicios por combate: un balón dividido, un coloso costarricense que se lleva por delante a Laporte, y Gavi, en apariencia contemplativo desde la distancia, se lanza como un poseso para ajustar cuentas con aquel dios de ébano y músculos acerados. Pedri, que tiene esa cara de no enterarse de nada, pero está en todo, lo detiene a escasos metros del conflicto mientras le grita: “¿Adónde vas?”. Entonces se ríe Gavi, que echa otro vistazo al contendiente e improvisa un gesto de alivio, como de no haber calculado fríamente la medida de sus posibilidades.
A falta de argumentos futbolísticos realmente sólidos, el primer título del Barça post-Messi se explica en la inconsciencia de un chaval con edad para volver a casa antes de las doce y un defensa central, uruguayo para más señas, a quien la crítica le afea una cierta deficiencia genética, carente de ese ADN que encumbró a tanto maniquí de laboratorio sin posibilidades reales de triunfar en la alta competición. Al club catalán se le acusa, con cierta asiduidad y desde trincheras rivales, de fomentar un relato que no se ajusta del todo a la realidad, como si esto fuera en beneficio del propio Barça y no de quienes, por ejemplo, se frotarían las manos pensando en que Araujo pueda acabar algún día en el mercado —quién sabe, nunca se sabe— por no ajustarse al perfil metafísico e ideológico del juego de posición.
La Copa, que para el Barça pasa por Ceuta en su segundo contacto de esta temporada, podría servir para confirmar o desmontar un cambio de tendencia que se asienta en las sensaciones propias tanto como en las del máximo rival. El Madrid de enero acostumbra a ser un enigma, pero el de este año parece, más bien, una adivinanza, ya saben: “Oro parece, plata no es”. Un traspiés en Vila-real colocaría a Ancelotti bajo un foco incómodo que ya conoce de primera mano. A fin de cuentas, los elogios de verano suelen durar, en Concha Espina, lo que tarda una portada de periódico en renovarse como envoltorio para pescado, que es el objeto central de la amenaza mafiosa por excelencia.
Terminar la jornada copera como Luca Brasi en la primera entrega de El Padrino no parece un escenario realista para el técnico italiano, pero cosas más raras se han visto en el Madrid, que ya mira de reojo a los fantasmas de inviernos pasados con algunas hojas de cálculo en la mano. Las sospechas sobre las segundas temporadas de Carletto están en boca de muchos aficionados y la derrota contra el Barça podría haber puesto en marcha un proceso que nadie sabe, con total seguridad, cuándo empieza y dónde termina: es el misterio de los famosos vasos comunicantes.
Curiosamente, en medio de todo vaivén emocional se encuentra Sergio Busquets, que no se ha movido ni un milímetro de su privilegiada posición en 15 años. Su figura representa la única constante silenciosa en los éxitos del Barça y la selección española, a pesar de que acostumbra a encabezar todos los listados cuando de personalizar derrotas se trata. “Busquets ha hecho mucho daño al fútbol: parece fácil hacer lo que él hace”, declaraba un Martín Zubimendi a quien la crítica especializada señala como uno de sus más prometedores herederos. Algún día nos preguntaremos por qué el fútbol —y sobre todo lo que no es fútbol— se empeña en hacerle ese mismo daño a él, con lo caro que va el pescado.
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