El tiempo y el fútbol
Los Mundiales son una vara de medir la vida, de cuatro en cuatro años
¿Y ahora?, pregunta el pequeño. Son las siete de la mañana del primer lunes después del Mundial. Desayunamos en la cocina de casa. Ahora, nada. Se acabó, respondo. ¿Ya?, dice incrédulo él, levantando los ojos del tazón de leche, buscando los míos. ¡El tiempo vuela!, interviene el mayor, abriendo los brazos. Una frase hecha, pero cargada de un sentido profundo que los niños comienzan a comprender tras los veranos y los Mundiales de fútbol. ¿Y cuándo es el siguiente?, inquiere el pequeño y, cuando su hermano le explica que será en 2026, su mirada parece perderse en la inmensidad del tiempo. Normal, cuatro años cuando se tienen solo siete es más de media vida.
El de Qatar ha sido el primer mundial que mi hijo pequeño ha vivido de manera consciente. Para el mayor, el segundo, pero lleva también toda su vida oyendo hablar, sobre todo para mal, de ese acontecimiento. Me pregunto si se sentirán como los de nuestra generación en el septiembre de 1992 cuando el futuro, aquel horizonte de los Juegos Olímpicos y la Expo que llevábamos años anticipando, asombrosamente quedó atrás; o cuando, no hace tanto, resultó que MacFly dejó de viajar al futuro para hacerlo al pasado.
Para los futboleros, los mundiales son como una cuadrícula que nos permite medir y comprender el tiempo de nuestras vidas. Estos grandes acontecimientos, con su recurrencia, funcionan como estructura narrativa de nuestras existencias. Las copas del mundo nos son útiles para pensar y entender el paso del tiempo, como las constelaciones orientaban a los antiguos marineros en la inmensidad del mar.
Qué partidazo ayer, eh, exclama el mayor haciéndome volver de mis pensamientos. Ya te digo, suscribe el pequeño. Yo asiento en silencio. Vimos el partido los niños y yo solos, botando en el sofá del salón como ultras tras la portería. Qué bien lo pasamos. Creo que esa final estará siempre en nuestra memoria compartida, que será para nosotros como un corazón grabado en la corteza de un árbol, dentro del cual están nuestros nombres: los de mis hijos, el mío y el del fútbol.
¡Venga, venga, vamos!, les grito. ¡Que perdemos el bus! Y mientras les observo calzarse y ponerse las chaquetas con urgencia en el recibidor, recuerdo la anterior final, la de 2018. La vi con el mayor, que entonces tenía la edad del pequeño, en un camping en Alcossebre, rodeados de cientos de franceses. Caída esa primera ficha de dominó, van las demás y mi memoria acude el 7-1 de Alemania a Brasil en 2014, cuando el pequeño estaba formándose en el vientre de su madre y yo no podía gritar de incredulidad ante lo que estaba viendo, como me pedía el cuerpo, porque el mayor dormía en su cuna. Recuerdo también el gol de Iniesta en 2010 y busco en la memoria a mis hijos, pero no los encuentro. Ahí hay un vacío. Tardo unos instantes en comprender que aún no habían nacido, que ninguno de estos dos soles me iluminaba entonces, que tuve vida antes de ellos.
Los futboleros medimos la vida en mundiales. Yo llevo once a mis espaldas. Once conscientes, porque en 1978 tenía solo tres años. No sé cuántos me quedan, pero no me obsesiona eso. Sí, sin embargo, si los compartiré con mis hijos. Hay un dicho que reza: vida con niños, días largos, años cortos. Con los pequeños en casa de pronto el tiempo se ha acelerado. En 2026 el mayor tendrá 16 años. ¿Quedará el 3 de julio de 2026 con sus colegas para ver la final que se jugará en Nueva Jersey? ¡El tiempo vuela!, ha dicho. No sabe a qué velocidad.
Cuando montan en el bus y me despiden con la mano, pienso que daría todo por poder parar el tiempo. Vivir estos días una y otra vez, en un eterno retorno. El bus marcha. Me quedo solo en la parada. Observando el autocar desaparecer en la distancia, me doy ánimos. Recuerdo que alguien dijo que la verdadera felicidad se alcanza en el despliegue de la rutina y me digo que, en lo relativo a fútbol, en eso nosotros tenemos suerte: nuestro día a día es rojiblanco, del Athletic Club.
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