Educar en tiempos de Mundial
El verano de 1982 celebré montones de goles y lloré varias veces. También aprendí a entender la vida y el balón
A veces miro a mi hijo pequeño y él me mira a mí preguntándose qué estaré pensando y yo estoy pensando en cómo verá el mundo, el mundo y a mí, esa criaturita de siete años que tengo delante.
—¿Qué?, inquiere.
—Que te quiero mucho, le digo, y él hace un gesto con la manita, así, como para que le deje en paz.
Pero es verdad que le quiero tanto que de un tiempo a esta parte toda mi realidad está determinada por su presencia, la suya y la de su hermano. Mis ideas, mi manera de entender el éxito en la vida, lo que pienso, todo se ha visto afectado por la llegada de estos dos satélites que de un tiempo a esta parte me acompañan. También, por supuesto, mi faceta de futbolero.
Cuando yo tenía su edad, la del pequeño, ocurrió el Mundial 82, el primero que recuerdo. Oh, aquello me fascinó. No exagero si afirmo que esos días descubrí el mundo. Aprendí que era un lugar complejo y plural, habitado por personas de diferentes culturas y colores, no solo de camiseta, y maneras de entender la vida y el balón. Aprendí todo aquello como se aprenden las cosas importantes: viviéndolas. Aquel verano asistí en San Mamés a un Inglaterra-Francia en el que apoyaba a los galos, a pesar de vestir en la calle la réplica de la camiseta Admiral de los británicos con el logotipo de la Caja de Ahorros de Bilbao. Aquel verano me regalaron una enciclopedia de fútbol que leí cientos de veces hasta memorizar casi todos los nombres que en ella aparecían y recité después durante las retransmisiones de la televisión nombres exóticos y bellos como poemas: Littbarski, Gentile, Smolarek, Keegan, Edevaldo. Aquel verano celebré montones de goles, soñé muchos más y lloré, lloré varias veces, la última cuando Hrubesch marcó el penalti que clasificaba para la final a Alemania, a los malos, a los de Schumacher. Vaya si lloré esa noche.
Todo aquello me llegó tamizado por las palabras de mi padre, a quien cada día del campeonato abrasaba a preguntas y cuya palabra entendía como definitiva. Por él comenzó mi admiración por Sócrates, Tigana y Osvaldo Ardiles, que me ha acompañado toda la vida.
Cuando casi sin previo aviso, en mitad de la rutina invernal, llegó este Mundial 2022, me asaltó la duda de si verlo en casa, junto a mis hijos, me convertía en cómplice de esta desafortunada FIFA nuestra y sus tejemanejes con el poder económico. Tengo algunos buenos amigos, muy futboleros, que están practicando un férreo boicot televisivo. Pero yo no podía hacer eso a mis pequeños. Cuatro años para un adulto es un tiempo considerable, pero para un niño es media vida. No podía dejarlos sin fútbol. En lugar de ello, estoy intentando usar el acontecimiento para hablarles del mundo en que vivimos, de la riqueza cultural y las injusticias, de la maravillosa diversidad y de quienes atentan contra ella porque anhelan un mundo homogéneo, feo, gris y sin arcoíris.
Con el mayor creo que lo he conseguido, que el fútbol sirva para su proceso educativo. La última prueba de ello: el otro día pudo elegir el número que quisiera para la camiseta del equipo con el que juega y optó por el 18 de Óscar de Marcos y Carlos Gurpegui. Con el pequeño estoy en camino. Estos días me come a preguntas, como hace 40 años hice yo con mi padre. ¿Por qué prefiero que ganen los equipos más pequeños, esos que a casi nadie dicen nada? ¿Por qué le tengo tanta tirria a Mbappé si es buenísimo? ¿Por qué animo a Ghana? Nuestras conversaciones son de fútbol, pero a través de ellas intento explicarle el modo en que entiendo la manera en que debemos estar en este mundo. Intento, en definitiva, educarle. Creo, de verdad, que en este proceso el fútbol es un gran aliado y el Mundial, también este Mundial, una oportunidad.
Espero no equivocarme.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter especial sobre el Mundial de Qatar
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.