El Mundial acaba, el fútbol no para
Los argentinos regresarán sin prisa a un estado de normalidad, mientras el resto del mundo se conformará con prolongar el recuerdo de un último mes en el que casi cualquier falta encontraba coartada en un partido
Sabemos que el Mundial ha terminado por los infinitos vídeos de hinchas argentinos cayendo a plomo desde diferentes alturas y escenarios que nos llegan a través de las redes sociales: cuando uno escucha eso de “te seguiré hasta la muerte” no se espera semejante derroche de literalidad, pero tampoco vamos a descubrir ahora la pasión que el pueblo de Evita y Gardel es capaz de inyectarle a las cosas del comer. Durante los próximos días —incluso años, todo dependerá de la inflación sentimental subyacente— nuestros hermanos del otro lado del Atlántico irán desempaquetando sus pliegos de deberes y obligaciones sin prisas, poco a poco, hasta regresar a un cierto estado de normalidad, mientras el resto del mundo se conformará con prolongar artificialmente el recuerdo de un último mes en el que casi cualquier falta encontraba coartada en un partido de fútbol.
A los cataríes, a las corruptelas que parieron este Mundial y al desfase horario debemos agradecer el regreso del impasse matutino, un placer pasajero que nos retrotrae a las finales de la Copa Intercontinental o los Juegos Olímpicos. La jornada laboral se afronta de mejor humor con un Argentina-Arabia Saudí a las once la mañana, aunque uno no pueda armar la liturgia del sofá, las pizzas y las cervezas con las amigas. Basta con enterarse de los goles a través de la radio, o de internet, para apretar los puños por debajo de la mesa y guiñar un ojo al jefe, que estará disimulando su autoridad desde la distancia por aquello del ser y parecer, aunque le supuren los goles por la corbata: a todos los que miraron hacia otro lado y nos dejaron ser felices a ratos, gracias.
“Pero el fútbol no para”, dice la promoción. Es una forma de verlo. La Copa del Rey nos devuelve al pasatiempo rutinario, al trampantojo doméstico, y pronto regresarán las ligas, los torneos europeos y otras disputas prosaicas por proclamarse campeón de una competición que poco —o nada— tiene que ver con la disputa de una Copa del Mundo. Volverá el Real Madrid a los ruedos con todo lo que esto supone para medio mundo — una mezcla de religión para unos y esclavitud para los demás—, dispuesto a reverdecer unos laureles que todavía no se habrán secado desde la última vez que coció marisco. Y volverá el Barça, con sus cuitas palaciegas y esa resistencia pasiva a la cruda realidad. Volverán los partidos de domingo por la tarde en San Mamés y los del lunes por la noche en Balaídos, los cánticos entregados al Metropolitano y el “fulanito vete ya” a Mestalla, entre otros clásicos atemporales. Volverán, en definitiva, las oscuras golondrinas de lo mundano a inundar de nidos y deposiciones los recuerdos infinitos del último Mundial.
Por suerte, somos animales de costumbres. En unos meses viviremos colgados de la Liga de Campeones como si no hubiesen existido Amrabat, Harry Souttar o Guardameta Gonda, como rebautizó Juan Carlos Rivero al portero japonés. De nuevo abrazaremos el himno universal, las retransmisiones trufadas con los próximos estrenos de cada canal y la discusión, casi diaria, sobre si la UEFA nos roba o somos nosotros los que robamos a la UEFA: eso dependerá del resultado final. Nos queda la constante de Messi para agarrarnos a lo conocido, eso sí. Y por ahí debería comenzar cualquier intento de desintoxicación mundialista, a no ser que, en estos días de celebración, se le caiga un pibe descontrolado en la cabeza y entonces ya me dirán ustedes de qué habrá servido todo lo vivido o lo que todavía nos queda por vivir.
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