Hubo un tiempo... (segunda parte)
Con las redes sociales ha desaparecido eso de proteger y cuidar el espacio privado y familiar, porque este se ha ido convirtiendo en un nuevo producto a vender y capitalizar
Cuando fiché por el FC Barcelona, en el Pleistoceno del fútbol, había muchas cosas que me inquietaban de aquel viaje. En la parte profesional, se trataba de que yo me había visto toda la vida jugando en el Athletic, que había conquistado títulos de Liga y Copa, e iba a debutar en un Mundial siendo jugador, portero, del Athletic Club, por lo que no parecía que podía optar a muchos más éxitos deportivos a nivel de club. Por otro lado, el Barça tenía en Urruti a un magnífico portero y a uno de esos jugadores que conectan de forma natural y fluida con la grada, por lo que se podía entender que en esa posición no andaban muy cojos y que la competencia iba a ser enorme para jugar con el 1 en ese estadio, por aquel entonces y para mí, gigantesco lejos de esa Catedral tan llena de leyendas e historias rojiblancas.
En lo personal suponía salir con Ane de nuestra casa, de nuestra recién estrenada casa, y, además, con un hijo recién nacido, pues 20 días tenía Markel cuando llegamos para instalarnos en la Ciudad Condal.
Tal vez es por ese cambio de club inesperado, y las circunstancias para la adaptación a una nueva ciudad, a una nueva cultura y el ser muy consciente de que estos cambios incumben no solo al jugador sino a toda su familia; en mis tiempos de director deportivo le he solido dar mucha importancia a que el jugador que llega se sienta respaldado, atendido, protegido en esa parte personal menos conocida y que muchas veces acaba desestabilizando al futbolista más centrado.
He de decir que hoy en día y con las redes sociales ha desaparecido eso de proteger y cuidar el espacio privado y familiar, porque este se ha ido convirtiendo en un nuevo producto a vender y capitalizar, un espacio que da más “me gusta” a un jugador que su mejor actuación sobre el terreno de juego.
Pero lo que nunca, nunca, nunca, nunca (podría ir hasta el infinito con esta secuencia) me hubiera imaginado ni entonces ni hace unos meses es que a las incertidumbres y retos que supone el cambio de equipo, todo el proceso de decisión y dudas que acompañan el abandonar lo conocido, las rutinas del día a día, esas que te dan tranquilidad cuando las ajustas a tus necesidades vitales y profesionales; a todo eso se añada… el poder ser inscrito para tener ficha y poder… jugar. He visto y conocido procesos de fichaje que se han congelado hasta que el club que compraba debía antes vender un jugador para tener dinero para acudir al mercado y cerrar la operación pactada. Y en ese tipo de operaciones había que cuidar mucho el que no se supiera el montante de la venta (o se supiera en su versión más reducida) para que cuando nos pusiéramos la gorra de compradores no nos pidieran todo lo obtenido en la operación anterior.
Hemos aprendido que una cosa es fichar por un club y otra distinta poder tener ficha con el mismo y poder jugar. Claro que usted puede estar pensando que el objetivo fundamental cuando se ficha a un jugador es… que juegue. Que está bien que venda camisetas en la tienda del club, que traiga nuevos seguidores a las redes sociales, que hasta traiga un nuevo perfil de sponsors que se interesen en nuestro equipo, porque ese nuevo jugador abre nuevos mercados. Pero lo indispensable, lo imprescindible, hasta lo obvio, es que ese jugador, esos jugadores, esos nuevos talentos jueguen al fútbol en competición oficial con nuestra camiseta.
Esa que, con toda la confianza o con cierto candor, nosotros ya hemos comprado en la tienda oficial de nuestro equipo.
Y esta obviedad, esta absurda obviedad, parece, a día de hoy, la más morbosa incógnita, mucho más que aquella antigua de la primera alineación, en más de dos clubes de nuestra Liga.
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