El oro de Cacho en Barcelona 92, una victoria de película: “¡Venga, Fermín!”
Las hijas del medallista olímpico no habían nacido cuando su padre ganó la final de 1.500 metros, pero aún se emocionan como si fuera la primera vez cuando la ven en vídeo
“¡Venga, Fermín, venga, venga!”, grita Daniella ante la tele. Está viendo a su padre, animándole en la carrera de su vida. Solo, destacado, en la recta final, mira constantemente atrás, con miedo a que le alcancen. No le alcanzan. Daniella Cacho, de nueve años, ya lo sabe, pero se emociona igual. 30 años después, los Juegos de Barcelona siguen vivos en la casa de una familia de Andújar (Jaén).
No hace ni una semana, un padre y un hijo vivieron simultáneamente un sueño compartido. En Hayward Field, el estadio mítico de los milleros, allí donde Steve Prefontaine reinó, el inglés Jake Whigtman cumplió su deseo infantil de ser campeón del mundo de los 1.500m, mientras que en la gradas, su padre, Geoff, locutaba la carrera para los espectadores. Mayor unión emocional, más que unión, comunión de vida, su sentido, vía una pista de atletismo entre padre e hijo parece imposible, pero quizás no.
Hay padres que se reviven en sus hijos, y hay hijos que viven la vida de sus padres. Hijos de héroes olímpicos que matan el escepticismo de tantos que creen que eso de las medallas es más importante para los que cantan su grandeza, los poetas del olimpo, que para los que las ganan y disfrutan, y los suyos. Ser héroe olímpico no es pura prosopopeya o retórica, es algo real, al menos para los hijos de la mayoría de los medallistas.
El 8 de agosto de 1992, cuando Fermín Cacho, un chico de Ágreda (Soria), de 23 años, ganó la medalla de oro de los 1.500 metros en los Juegos de Barcelona, el único oro olímpico en la pista de todo el atletismo español, ninguna de sus cuatro hijas, Macarena, Patricia, Paola y Daniella, había nacido aún, y su esposa Susana, una muchacha de Andújar, solo sospechaba que acabaría un día unida al campeón olímpico. Pero 30 años después aún, en Andújar, donde vive la familia, y mientras su padre les prepara la cena, ellas de vez en cuando encienden el vídeo y vuelven a ver la final de Barcelona 92, los 3m 40,12s que le cambiaron la vida, que hicieron que varios años después ellas pudieran sentirse diferentes. “Unas privilegiadas”, dice Macarena, de 23 años. “No es un lujo, es un privilegio poder compartir esas emociones con tu padre. Ser hija de un campeón olímpico es algo que muchas no pueden decir”. Y en la casa se lo recuerda a veces el propio Fermín –”una persona muy sentimental”, dice Macarena, la hermana mayor, “al que le encanta contarnos muchas historias de sus carreras”—y también un dorsal 404 que cuelga enmarcado en una pared.
“Y cada vez que vemos la final, y lo hacemos de toda la vida, desde que éramos pequeñitas, se nos pone la piel de gallina, nos emocionamos como el primer día”, dice Patricia, de 21 años, los de su padre entonces. “Y la que más lo goza es Daniella, la pequeña, que hasta en la recta, cuando nuestro padre no hace más que mirar para atrás, le anima, da gritos, ¡Venga, Fermín!, dale, no mires atrás…”
En otras casas, otras personas, si quieren unos minutos de suspense, de corazón a 200, de clavarse las uñas en la mano, y un suspiro de alivio, ven El cabo del miedo. “Es eso, la carrera de mi padre, una película de suspense que puedes ver una y otra vez y la ves siempre como si no supieras lo que va a pasar”, dice Paola, la segunda de las hijas, que tiene 18 años y se va a ir a Soria a estudiar Enfermería y a llevar de vuelta a sus orígenes el apellido Cacho. “Y, aunque sepas como acaba, sufres hasta que no le ves cruzar la línea con los brazos en alto”.
“De pequeña, yo no entendía nada. Veía que mi padre era famoso y no sabía por qué”, cuenta Patricia, que es enfermera, como Macarena. “Y mi madre me explicaba que era porque había ganado una carrera muy importante. Y yo entendía menos todavía. Pero yo decía, qué importante es mi padre, y estaba, y estoy, superorgullosa de él, de ser su hija, y de ver cómo en todas partes todos le quieren y le admiran. Vaya donde vaya es una avalancha de gente”.
Daniella, de nueve años, está emocionada porque dentro de unos días acudirá con su padre al estadio de Montjuïc, y, aunque no podrá pisar el tartán de la pista, que está cubierto por una serie de conciertos, sí qué podrá imaginarse cómo se sentía aquel 8 de agosto, con las gradas hasta arriba, y el reloj marcando los minutos. “Es un orgullo tener un padre así”, coinciden las cuatro. “Cuando le llaman para algún acto, saca la medalla del cajón y siempre vamos algunas con él. Conocemos a mucha gente famosa, y nos conocen, y nos encanta… Es como vivir con una leyenda. No nos cansa que todos nos saluden y nos digan, ah, Fermín Cacho es tu padre… No cansa, emociona”.
“¿Qué si mi padre no hubiera sido campeón olímpico mi vida habría sido diferente? Por supuesto. Y no habría sido mejor”. Paola no duda. “Y no solo porque es campeón olímpico, sino por el ejemplo de esfuerzo y sacrificio que supone. Ser capaz de irse de su pueblo casi de niño para convertirse en atleta… De pequeña, yo quería ser como él, claro, pero no he nacido para atleta…”
Si las tres mayores ya dejaron atrás la edad de la escuela, la que disfruta ahora Daniella, las preguntas en la clase, los profesores que hablan de su padre. “Y aunque ya han pasado 30 años de la medalla, las niñas y los niños de mi edad saben de ello”, dice. “Eso me hace muy feliz”.
“Daniella es la única a la que veo con futuro en el atletismo”, dice Fermín Cacho, y no hay padre más orgulloso de sus hijas. “Es rápida y muy inquieta. Pero no la veo para correr, tiene cuerpo de saltadora”. Y Daniella, tan feliz por sentirse diferente, también lo cree. “Hago baile y atletismo. Estoy empezando, pero se me da muy bien”, dice y continúa hablando, de su vida emocionante, cada fin de semana un viaje, esfuerzo, sacrificio, y deseo de seguir adonde le lleven sus sueños.
“Mola mucho ser hijo de un medallista olímpico”
Como a Macarena, Patricia, Paola y Daniella Cacho, a Álvaro García, de 18 años, le “mola” ser hijo de un medallista olímpico. Su padre, el pertiguista Javier García Chico, fue la gran sorpresa del atletismo español en Barcelona 92, medallista de bronce con 5,75 metros en una final ganada por el ruso Maksim Tarasov, con 5,80m, y marcada por los tres nulos en su primera altura del ucraniano Serguéi Bubka, el dios de la pértiga antes de Mondo Duplantis.
“Claro que me gusta cuando estoy con compañeros decir que mi padre es medallista olímpico. Te hace sentirte diferente”, dice Álvaro, que vive en Ciudad Rodrigo y estudia ADEP tecnológica en la Pontificia de Salamanca. “Es un orgullo importante”.
Y como a las hijas de Fermín Cacho, a Álvaro García le gusta ver de vez en cuando las imágenes de la final de Barcelona, el salto de su padre, a quien, como buen hijo, quiere emular y superar. “Un hijo tiene que aspirar siempre a dos cosas, a hacer lo que le haga más feliz y a superar a sus padres. Siempre he querido ganarle”, dice. “Pero no en el plano deportivo. Mis padres se separaron y vivo con mi madre. Si hubiera vivido con él, seguro que habría puesto mucho empeño por saltar. Cuando estaba en Soria y entrenaba allí a pertiguistas, iba allí de vez en cuando y me encantaba”.
La relación de los dos hijos de Antonio Peñalver con su padre, medalla de plata en decatlón, y con los Juegos de Barcelona 92, es distinta. “Apenas hablamos de los Juegos en casa”, dice Peñalver, quien 25 años después de su éxito denunció por abusos sexuales a su entrenador, Miguel Ángel Millán. “Y cuando ven algo sobre mí en la tele o por ahí, me dicen, sorprendidos, ¿pero, papá, tú has sido famoso?”. El atleta murciano y otros compañeros suyos a los que entrenaba Millán en su pueblo, Alhama de Murcia, solo se sintieron con fuerzas para relatar públicamente los abusos cuando supieron en 2016 que el técnico había sido denunciado en un juzgado de Tenerife por un atleta joven. Millán, considerado un héroe, un hacedor de milagros, en Barcelona 92, cumple en prisión una condena de 15 años y medio.
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