El día siguiente de los campeones derrotados en el Tour de Francia
Eddy Merckx y Bernard Hinault, sobre todo, tuvieron reacciones de orgullo
El día siguiente mide el temple de los campeones, su orgullo, su rabia. ¿Qué hizo Eddy Merckx, la soberbia hecha ciclista, después de que Luis Ocaña le destrozara como un torero destroza a un toro en la plaza en el Orcières-Merlette de 1971? Atacar, atacar, atacar. Atacar con todo el equipo, y el mechón blanco de Rinus Wagtmans guiándolos, en una etapa que era un descenso prolongado de los Alpes a Marsella. Y siguió atacando en todos los descensos que le quedaban al Tour, hasta que el español cayó.
¿Qué hizo Thévenet la noche siguiente, horas después de derrocar al caníbal de los cinco Tours en la ascensión de Pra Loup? El tímido francés se despertó a medianoche en su hotel de Barcelonette. Vio en la silla, bien doblado, un maillot amarillo, y, extrañado, se preguntó, ¿qué hago yo en la habitación de Merckx? Pero pese a su cautela y sus miedos, Thévenet no cedió. Fue Merckx, ya agotado su orgullo, su fuerza, quien volvió a doblar la rodilla en la subida a Serre Chevalier, justo al lado del Granon de Vingegaard, un poquito más abajo.
¿Qué hizo el Hinault de los cinco Tours en 1986 cuando el patrón Bernard Tapie le dijo que, como LeMond se había frenado para que él ganara el Tour del 85, ahora le tocaba a él ceder el paso? Negarse, por supuesto. Se rebeló caminó de Pau. Atacó con Perico en el col de Burdincurutcheta, “un muro vasco, un frontón”, como escribe Christian Laborde, y no para ni en el Marie Blanque. Solo cinco etapas más tarde, en el Granon de Chozas y Vingegaard, logra LeMond desembarazarse de su compañero pesado. ¿Qué hizo el tejón el día siguiente, justamente en el Alpe d’Huez tras la Croix de Fer, ya solo orgullo, rabia? Transformar su rendición en una dimisión voluntaria. Como te prometí, no te impediré ganar el Tour, le dice a LeMond, y le levanta el brazo cruzando ambos juntos la meta. No has ganado tú: te he dejado ganar yo.
Cinco años después, LeMond, tan acabado estaba, él, y toda su generación, Fignon también, ni fue capaz de responder a la toma de poder de Miguel Induráin con Chiappucci en Val Louron. Ni orgullo, ni voluntad, ni fuerzas.
Cinco años después, el Indurain de los cinco Tours cede ante un danés, Riis, en Les Arcs, como Pogacar cedió ante Vingegaard en el Granon, víctima de un desfallecimiento tremendo, una pájara que le deja ciego, a cinco kilómetros de la cima. Su respuesta no es inmediata. Intenta regresar poco a poco. No es cuestión de orgullo, de soberbia, de carácter. Es cuestión de poder o no poder. Y con aquel Riis nadie puede.
Lance Armstrong es el único campeón que se retira imbatido del Tour. Buscando la épica con la que no logró teñir sus siete victorias seguidas, las de un abusón y un equipo, regresa cuatro años más tarde. Como a Merckx, como a Hinault, le guía la soberbia. Si el Tour lo puede ganar un Carlos Sastre hay que volver para salvarlo, dice. No la busca, pero se encuentra con la derrota dolorosa que cerró el Tour de los más grandes. Se la propina su compañero de equipo Alberto Contador, cuyo carácter es incapaz de ver el tejano, cegato.
Froome regresa a la superficie en el padre Galibier tres años después de su caída, surge de las profundidades de la nada, como lo hacen las rocas de la montaña sagrada del Tour, que brillan cubiertas de motas de mica, la señal de que han surgido del centro de la tierra casi, de una olla a presión a 100 kilómetros de profundidad. A Froome la brilla la frente. El sudor. La necesidad de afirmarse. Hace cuatro años, el Froome que se quedó en cuatro Tours, ni abrió la boca en la muerte dulce a que le sometió su compañero de Sky Geraint Thomas. Ni la rebeldía de Hinault, ni la soberbia de Merckx. Froome, la aceptación.
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