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El juego infinito
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una historia de fútbol

Las largas concentraciones de los Mundiales, con sus insoportables horas muertas, son un martirio. Atentan contra los sueños de gloria

Jorge Valdano
Jorge Valdano

Estoy en México, que es uno de los países que moviliza más gente hacia las sedes mundialistas. La selección no acaba de funcionar, pero el entusiasmo de la gente por viajar a Qatar no decae. Hablando con un amigo del largo viaje y del altísimo costo, me vino a la cabeza un episodio que aún me inquieta. Era el Mundial 82 y la historia se me quedó clavada en el corazón. Define al hincha, ese tipo que puede ser un perfecto idiota, pero por amor. Se llamaba Mario, tenía unos cincuenta años y andaba envuelto en una bandera de Argentina. Ni por asomo se lo podía confundir con un barra brava. Era un lobo solitario de paso tranquilo y una pasión pacífica y pura por el fútbol. El hincha es siempre desinteresado, pero Mario iba más lejos. Era hincha de Huracán y ciego admirador del entrenador de la selección, César Luis Menotti.

Nos siguió discretamente de Alicante a Barcelona sin interferir en nuestro trabajo. Con el paso de los días su presencia se hizo familiar y se fue ganando nuestra confianza. Solo pidió que le firmáramos la bandera que, en medio de la guerra de las Malvinas, tenía un significado que dejaba pequeño al fútbol. Se habla poco del aburrimiento en los Mundiales. Las largas concentraciones, con sus insoportables horas muertas, son un martirio. Creo que se debería hablar más porque el aburrimiento atenta contra los sueños de gloria, que deberían ser el primer factor motivante de un acontecimiento extraordinario. Precisamente porque nos sobraba tiempo por todas partes, me acerqué a hablar con Mario. La conversación recorrió varios tópicos: el momento del equipo, las posibilidades de clasificarnos, España como escenario del Mundial, país que él acababa de conocer y en el que yo vivía… Era un tipo tan cálido que no nos costó nada pasar a cuestiones más personales. Y es aquí donde la historia se me empieza a clavar.

Como pasar un mes en España no está al alcance de cualquier economía, le pregunté a qué se dedicaba. No recuerdo la respuesta, pero supe que el oficio no llenaba el precio de esa aventura futbolística. “¿Ahorraste para venir?”, pregunté. Y la respuesta empezó a complicar la conversación: “Qué voy a ahorrar si yo no tengo un mango”, contestó. Había un misterio que desvelar y como Mario era transparente, no dudé en preguntarle: “¿Y entonces cómo hiciste?”. El estupor no necesita muchas palabras: “Vendí mi casa”, me dijo. Como soy de los que siempre anda midiendo las consecuencias, empecé a asustarme.

—¿Y cuando vuelvas? —pregunté.

La respuesta me desacomodó hasta hoy.

—No tengo ni idea —contestó con toda tranquilidad y golpeándose la cabeza con el dedo índice—, pero lo que estoy viviendo, de aquí no me lo quita nadie.

Aunque uno ya sabe que los hinchas hacen cosas de hinchas, hay decisiones y reacciones que nunca son fáciles de interpretar porque a los impulsos pasionales no los alcanza la razón. Pero esta vez la desproporción me rompió los esquemas. Curioso, porque cuando en privado reposé la historia no me apiadé de él. “Una casa a cambio de un recuerdo”, pensé, y me dio pena de mí mismo por no llegar a entenderlo. Por no ser capaz siquiera de concebir que uno se puede jugar la vida entera por una pasión. Y yo, que creía amar al fútbol… Han pasado muchas décadas de aquello y nunca más supe de Mario, pero recuerdo con frecuencia aquella conversación. Como la gente no cambia, siempre empiezo angustiándome por él y termino angustiándome por mí.

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