Nadal merece mucho más que este artículo
Imposible estar a la altura del genio. Absurdo pretender cualquier originalidad. Lo que más fascina del campeón es su fortaleza mental
No queda otro remedio, pero a uno le inquieta escribir sobre la magnitud de Rafa Nadal. Porque Nadal se explica solo, y no por los simplones lectores de resultados. Es mucho más que 14 trofeos mosqueteros, que 22 grandes muy grandes. Este tenista, cojo hace apenas unas semanas, trasciende a cualquier consideración. Queda ridículo esparcir cualquier catarata de adjetivos, todos ya manoseados hasta el infinito con la figura del balear por el medio. Es parvulario plantear siquiera que se trate del mejor deportista español de todos los tiempos. La demoscopia popular lo atestigua sin enmiendas posibles, sin detenerse a verificar el contexto de cada cual. Clasificar, debatir, es uno de los deportes nacionales. Como si decir que es el mejor fuera suficiente cuando se trata de Nadal.
El tenista de Manacor es la obra cumbre del deporte español. Es la sublimación del camino que fueron glorificando los pioneros (Lili Álvarez, La Pulga de Torrelavega…), abrillantaron héroes del desierto (Santana, Paquito, Nieto, Seve…), refulgieron los embrujados de Barcelona 92 y las carreteras francesas (Cacho, Arantxa, Miriam Blasco, Indurain…) e inyectaron universalidad los iconos de este siglo (Iker, Iniesta, Gasol y Gasol, Cal, Deferr, Mireia, Craviotto…). Todos, y tantos y tantos no mencionados, emocionaron a la gente, que de eso se trata el deporte. Y las emociones son libres, aunque con Nadal fluyan y fluyan se quiera o no.
Entonces, ¿qué demonios escribir? Imposible estar a la altura del genio. Absurdo pretender cualquier originalidad. Entre otras cosas, porque a este plumilla lo que más le ha fascinado de Nadal no han sido sus fecundos títulos. Tampoco sus piernas de mármol, los bíceps hercúleos, su corazón en los huesos en cada partido, su suela desgastada, su bravía, su admirable compostura general en los frecuentes éxitos y en las excepcionales derrotas. Lo hechizante de este paladín es su fortaleza mental, territorio vedado a los ajenos.
El tenis, como el ajedrez, se discurre en silencio. El tenista juega al solitario consigo mismo durante horas, a veces, muchas, durante horas y horas y horas. Extenuante. Agónico. No caben los lamentos, porque ya no hay solución y el siguiente punto te atropella. Los partidos, eternos la mayoría, son una noria. Hay que estar preparado para contemporizar los subidones y avenirse con los bajonazos. Es lógico que muchos tenistas no soporten el estrujamiento mental, máxime cuando no se dan más vías de escape que liarse a mamporros con la raqueta, provocar mal de altura al árbitro de la escalera o sacudir un pelotazo a la clientela. Desfogues desaconsejables todos ellos.
Nadal tiene sus tilas, gane o pierda, lo que turba a los adversarios que no aciertan a peritar si el muerto está vivo o el vivo bien muerto. Su cartesiana intendencia es única, de autor desde sus inicios con el tío Toni en el campo base de Manacor. Hay algo castrense cuando se toma dos lunas para sacar o acude a la silla de descanso que le sirve de diván. En ambas situaciones, mientras rumia y procesa el choque por dentro, Nadal susurra con la chorreante cinta del pelo, las gemelas botellas de agua, la opresora braga del pantalón... Todo milimétricamente bajo control, simetrías y gestos que remiten al Rafael del clan Nadal y al Rafa del pueblo. El Nadal de toda la vida, con 14 Roland Garros o un trofeo de la galleta. Evolucionó su tenis, cinceló con hormigón sus cachas. Pero el entronizado Nadal nunca renegó del cadete Nadal. Destreza y voluntad. Todo grabado a fuego. Nunca vimos un Nadal chato, sin bravía. Ni con el cuerpo espachurrado por tanta tralla.
Federer juega con el frac y seguro que tiene fragancia tras partidos maratonianos. Djokovic es un chacal con aire de granuja. Y Rafa, Rafael, quizá no les supere con el revés, el drive, los liftados o las puñeteras dejaditas. Donde les supera es en capacidad de concentración, en deslizarse por el tobogán de los sentimientos. No le debilitan los malos juegos ni le confunden los buenos. El que resiste gana, que diría Camilo José Cela. Nadal tiene una cabeza prodigiosa, por ilustrada; pero, sobre todo, por su abono a la resistencia, por su cuelgue permanente en los partidos de los que solo se van sus piernas para ir al camerino o dar palique al fisio. Y es esa buena cabeza la que ahora delibera con el futuro. No le jubilarán los pujantes jovencitos. No es una cuestión de edad. A Nadal solo Nadal le vencerá. Y por un maldito pie.
Los héroes son a perpetuidad. España ha tenido muchos, desde los indomables quijotescos que se rebelaron contra el barbecho franquista hasta los contemporáneos ya más acomodados. En territorio tan cainita, semilla de las dos Españas machadianas, él ha sido capaz de vertebrar a todo un país a través de un deporte planetario que está a punto de cerrar el mejor ciclo de su historia. Esa historia en la que Nadal, un chaval de Manacor, supo alinear las toallas como nadie. Ese golpe resultó imposible de contrarrestar para los Federer y Djokovic de este mundo. El resto ya se sabe. Los habrá mejores, pero no habrá otro Nadal. El único fue educado para ser Nadal y jugar como Nadal. Sí, de acuerdo, el mejor deportista español. Pero eso qué carajo importa cuando se trata de este totémico deportista. Tan cabezota que aún se ve con carrete. No hay ya lugar para artículos como este, porque Nadal es mucho más. Uno se siente incapaz de abarcarle con palabras. Cabe embobarse, extasiarse, pasmarse…
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