Los Boston Celtics, en el espejo de Ime Udoka
Hay equipos que, pudiendo ser explicados por su desempeño sobre la cancha, se hacen entender, incluso de mejor forma, a través de la fortaleza emocional que ha creado su identidad
En la tarde del 17 de octubre de 2006, horas antes de afrontar un encuentro de pretemporada con los Blazers, Ime Udoka recibió una llamada de su madre, Agnes, desde el apartamento familiar en Portland (Oregon), donde residían.
En la breve conversación entre ambos, Agnes alertó a su hijo sobre el preocupante estado de salud de su padre, Vitalis, pidiéndole que se acercase él mismo a casa, a modo de auxilio. Minutos después, tanto Ime como Mfon –su hermana mayor, también previamente avisada por su madre- llegaban al domicilio. Aquel momento se clavaría en sus entrañas porque en el salón, tendido en el suelo, se encontraba su padre, inconsciente tras ser víctima de un ataque al corazón que acabaría costándole la vida a los 59 años.
Al día siguiente del terrible suceso, Ime se presentó en el entrenamiento fijado por el cuerpo técnico de la franquicia. Como si nada hubiera sucedido, como si no acabara de perder a su padre de forma inesperada y traumática. “Pero Ime, ¿qué haces aquí?” – le preguntaban atónitos sus compañeros. Aquella, sin embargo, no era una presencia vacía. Aquel hombre no buscaba una válvula de escape, simplemente había interiorizado –a través del ejemplo de su padre- una disciplina y resiliencia ajenas a cualquier lógica o golpe que la vida pudiera propinar.
Durante su etapa como jugador, plagada de adversidades y bien nutrida de experiencias a uno y otro lado del Atlántico –llegó a jugar en España, en Gran Canaria y Murcia–, Udoka incorporó a su zurrón un sinfín de lecciones de vida. Muchas más adquiriría a posteriori, una vez retirado, junto al veteranísimo y legendario Gregg Popovich, al que acompañó como asistente durante siete años en los San Antonio Spurs.
Allí, junto al maestro, absorbería Udoka el mensaje más valioso posible, el que más y mejor podría impulsar su aventura como técnico. “El baloncesto no trata tanto de planes o esquemas como de ser capaz de conectar con las personas que tienes alrededor, con tus jugadores”, confesaba el hoy técnico de Boston, a modo premonitorio, al periodista Jared Weiss en la antesala de su estreno como responsable del exigente banquillo verde.
Meses después es sencillo observar cómo aquella enseñanza es, unida a su extrema profesionalidad, la que más ha marcado ese debut. Y es que hay equipos que, pudiendo ser explicados por su desempeño sobre la cancha, se hacen entender, incluso de mejor forma, a través de la fortaleza emocional que ha creado su identidad.
Estos Celtics son fruto de una cumbre defensiva, en fondo y formas. Pero si han salido victoriosos de la Conferencia Este por primera vez en doce años y buscan su primer campeonato desde 2008 es, sobre todo, por su capacidad de elevar el sentimiento coral a la enésima potencia y de hallar respuestas bajo la tormenta.
Cumplido el ecuador de temporada, Boston navegaba por la mediocridad (20-21 de balance, a 11 de enero) y sin atisbo de optimizar recursos ni de crear una candidatura fuerte en el Este. Tres meses después, coincidiendo con la conclusión de la fase regular, los Celtics aparecían radiantes y ya aspirantes. Otras seis semanas más tarde, solo los Golden State Warriors se oponen entre ellos y la gloria.
El juego no engaña cuando revela que su defensa tocó cima la segunda parte del curso, años luz por delante de las demás en base a un plan, compromiso y versatilidad abrazados a la excelencia. Tampoco lo hace cuando muestra que su ataque posicional ganó en clarividencia a la hora de tomar opciones y solidaridad al ejecutarlas.
Pero los Celtics son especialmente el nudo colectivo, de resistencia o brillo según convenga, que han sabido crear en torno a la gestión de Udoka en tramos de crisis. Y que acabó germinando esa segunda parte de la campaña. Un nudo que ganó consistencia con el regreso de Al Horford, capaz de reencontrar en pista su mejor versión y, simultáneamente, tutelar a los dos Williams –Grant y Robert-, tan distintos y sin embargo tan vitales para la rotación interior.
Un nudo que sostiene el indómito Marcus Smart, cuyo liderazgo, ejemplo e impacto emocional en el juego, cual hormona que dispara la fiebre competitiva, trascienden por completo sus números e incluso a su reconocimiento como el mejor defensor del año en la NBA. Un nudo que comienza y acaba con Jaylen Brown y Jayson Tatum, los dos mayores talentos de la plantilla y que han encontrado cómoda coexistencia en un contexto honesto e hipercompetitivo que fomenta el vuelo de ambos.
Boston ha sobrevivido a la ansiedad acumulada de haber perdido tres finales de Conferencia en los últimos cinco años. Lo ha hecho a verse al borde del abismo (3-2 abajo) ante los campeones, los Bucks; o a un séptimo partido a domicilio en Miami. Como lo hizo igualmente a su pobre inicio de temporada, que en su día agudizó las dudas sobre el rumbo tomado.
Ahora tales dudas ya no existen. Ime Udoka ha conseguido, desde su liderazgo táctico y emocional, el reto más complejo posible: que los Celtics se mirasen al espejo y dejasen de ver sus defectos o traumas, sus problemas o inseguridades, logrando que viesen el equipo que querían (y podían) llegar a ser. Y hasta tal punto ha llegado ese convencimiento que han acabado siéndolo.
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