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Cómo la obsesión por la perfección ha convertido a Stephen Curry en el mejor jugador de las finales de Conferencia

El base de los Warriors, que ha alcanzado la sexta final de la NBA en ocho años para su equipo, ha redoblado esta temporada su amenaza desde el tiro exterior

Stephen Curry
Stephen Curry, base de los Golden State Warriors, mira a canasta tras realizar un lanzamiento triple en el quinto partido de la final de la Conferencia Oeste de la NBA contra los Dallas Mavericks.EZRA SHAW (AFP)

“Mi trabajo es decirle al mejor tirador de todos los tiempos que lo que hace no es suficiente”, reconocía Brandon Payne, preparador personal de Stephen Curry (Akron, 1988), antes de comenzar esta temporada. Payne, la sombra de la estrella de los Golden State Warriors durante los períodos veraniegos, está más que acostumbrado a elevar el umbral del desafío por encima de lo imaginable.

En el fondo, cuando el dominio de un recurso alcanza niveles tan excepcionales, el protagonista deja de competir contra el resto, por elitista que ese grupo pueda ser. Deja de hacerlo igualmente contra la historia, cuando es ahí también su propia huella la que marca el camino. Y tan solo queda entonces la extraña sensación de competir únicamente contra uno mismo, frente a cualquier barrera mental, física o técnica que se esté dispuesto a asumir. A Curry le sucede con el tiro. Es, en la práctica, un marciano sobre la tierra.

Payne ideó, el pasado verano, un entrenamiento que ahondaba en la magnitud de su mensaje. Un método de trabajo en el que, de hecho, ni siquiera bastaba con anotar los lanzamientos. En su plan, los tiros debían pasar el aro por su punto central evitando cualquier mínimo toque con el hierro. De lo contrario, le explicó al siempre hambriento Curry, incluso siendo canasta no contarían como aciertos.

Apoyado en un sistema de vanguardia, con alta tecnología que realiza un seguimiento al movimiento del balón, incluyendo su arco y por dónde entra en el aro, proponía diversas series de diez tiros –en parado o después de bote- que debían pasar el reto. Y ese reto no era menor a la perfección, ya que con cada tiro no perfecto la cuenta se reiniciaba. “Para mí –explicaba en su día Curry al periodista Mark Medina- aquello era una prueba mental. Me llevaba al límite todo el tiempo porque, si anotaba solo un tiro fuera del rango que queríamos, el ejercicio acababa alargándose, siendo de resistencia. Y nadie quiere sentir que una prueba le supera constantemente”.

Meses después, sus Warriors vuelven a pisar las Finales de la NBA tras certificar su reinado en la Conferencia Oeste. Lo hacen por sexta vez en ocho años, hito solo al alcance de dinastías del calibre de Celtics (en la década de los sesenta), Lakers (sesenta y ochenta) y Bulls (noventa). Lo hacen ya en la tercera fase de un proyecto que conoció la gloria a mediados de la pasada década cambiando el paradigma dominante de juego, que la perpetuó después añadiendo al cóctel a Kevin Durant y que ahora, en plena madurez de su núcleo duro, retorna al máximo escalón competitivo –tras dos tumultuosas campañas de ausencia- con el espíritu insaciable intacto.

Por el camino, Curry ha recibido la distinción al mejor jugador de las Finales de Conferencia –galardón que se estrena esta temporada, como homenaje a Magic Johnson y Larry Bird en Oeste y Este respectivamente-, un logro más para una carrera fascinante, proyectada no tanto por el grueso de su palmarés o alcance de sus récords como por la trascendencia de su impacto sobre el propio baloncesto.

Curry, el jugador que más triples ha anotado en la historia de la NBA, tanto en fase regular como en las eliminatorias, ha llevado su virtud al extremo. Une volumen y acierto como ningún otro antes, generando un escenario que perturba, incluso, la forma en la que cualquier defensa debe afrontar su marca. Alterando, en el fondo, la propia geometría de una cancha que, con él dentro, parece multiplicar sus dimensiones.

Al contrario que en cualquier época anterior, en la que era el aro lo que atraía cuerpos, cual tierra ejerciendo su gravedad, para detener la anotación de o bien gigantes dominantes (Chamberlain, Abdul-Jabbar, O’Neal) o bien prodigios que embestían el hierro y gobernaban zonas intermedias (Jordan, Bryant, James), Curry estira la defensa bajo su propia gravedad, llevando al infinito el rango de tiro y planteando al juego un doble escenario distinto. Hasta su irrupción, uno desconocido.

Por un lado, su amenaza se expone a más de ocho metros de la canasta; por el otro, esta llega a esas distancias incluso después de bote y armando el tiro sobre él en apenas medio segundo. Circunstancias que obligan no solo a cubrir un mayor espacio de pista, sino que hacen permanente la sensación de peligro, agigantando el estrés defensivo. Es común, pero aún impactante, observar cómo Curry recibe dobles marcas a nueve metros del aro. Perfecta muestra de la psicosis rival que genera su simple presencia.

En búsqueda ya de otro título –sería el cuarto- y del MVP de las Finales, que curaría la única herida abierta de su trayectoria, Curry ha emergido de nuevo, ya en su versión 3.0, como una pieza de museo aún en activo, un innovador del baloncesto que ha transformado la forma de ejecutar, técnica y tácticamente, el deporte de la canasta. Lo ha hecho negando que la dinastía Warriors hubiese acabado y, de paso, recordando sutilmente la necesidad de valorar las fases de grandeza en la historia mientras estas acontecen. En una especie de Carpe Diem a su propia leyenda.

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