Sevilla, Wembley, Turín y las lágrimas de los perdedores
Tras la final de la Liga Europa me fijé más en la tristeza del Rangers que en la alegría del Eintracht, igual que tras ganar en el 92 la Copa de Europa a la Sampdoria
No sé por qué, pero en esas imágenes tras las finales siempre me siento más identificado con las lágrimas de los que pierden que con la felicidad desbocada de los ganadores. No sé por qué sentía que ese niño escocés que lloraba desconsoladamente podría ser cualquier niño, o niña, de Europa. Solo habría que cambiarle la camiseta y, tal vez, dejar de ser pelirrojo. No sé por qué en medio de la final de la Liga Europa mi corazón empezó a latir, casi sin darme cuenta, con sones de gaita y cantos de esa grada mítica de Ibrox Park.
Tal vez influyó un viejo amigo escocés que ya nos dejó, tal vez únicamente fuera ese misticismo con el que todavía observo este mercantilizado fútbol y que me habla de las leyendas futboleras escocesas o, simplemente, pensaba en ese fútbol escocés que hacía muchísimos años que no se asomaba a una final europea. En el maravilloso ambiente de Sevilla y del Sánchez Pizjuán tenían la posibilidad de reverdecer viejos laureles. Esos que por allá nunca están secos, porque nunca se olvidan, pero que necesitan cada cierto tiempo un buen riego que los ayude a fortalecer y a que esas jóvenes generaciones puedan construir sus propios recuerdos para sumarlos a los de sus padres y abuelos (¿de qué me sonará a mí todo esto? ¿Bilbao?).
Cuando les decía que esas lágrimas se me hacen muy conocidas, me venía un recuerdo de Wembley 92. Sí, aquel de la primera Champions del Barça y de la que hoy se celebran sus ¿ya? 30 años, un recuerdo que creo nunca he compartido con todos ustedes. Había acabado el partido y como la edad me había enseñado a intentar disfrutar de la alegría fuera del tumulto de abrazos, saltos y frases redundantes en la satisfacción, ese día me senté en un balón, justo en el medio del campo, para tener una buena panorámica de toda la fiesta, de manera que esos recuerdos quedasen grabados en mi mente para siempre. Y en ello estaba cuando noté un murmullo a mi espalda que me hizo girar la cabeza y allí, a un metro de nuestra euforia, se celebraba la ceremonia de la derrota, de la tristeza, del sueño perdido. Y no sé por qué, sigo sin saber por qué, lo que quedó en mi recuerdo, pegado para siempre a nuestra desmesurada alegría, fue la decepción de la Sampdoria, la tristeza elegante de sus jugadores y, no me pregunten de dónde lo he sacado, la imagen de un niño, yo diría rubio, llorando desconsoladamente abrazado a su padre.
Tan cerca, tan lejos.
La Champions femenina
Y ya que mañana el Barça femenino juega en Turín su tercera final de Champions, la segunda seguida -por mi experiencia esto debe tener mucho mérito-, pensaba en la enorme carga de energía positiva que van a llevar los seguidores culés, con las galas de los grandes días -esos de Wembley, París, Roma, otra vez Wembley y Berlín (ciudades que tienen a Gotemburgo como continuadora)-, sin público, sin abrazos, todos enmascarados, y que busca en Turín la confirmación de que la alegría, el orgullo de pertenencia llega desde los chicos o desde las chicas, sin distinción de sexos ni condiciones. Para sumarle a la certeza del trabajo bien hecho, un trofeo en esa disputa contra el Olympique de Lyon, dominador del fútbol femenino antes de la irrupción de las blaugranas.
Seguro que alguno de ustedes se puede preguntar, conociendo ya mis tendencias supersticiosas, que dónde voy a ver este partido tan especial. Les contaré que el destino me ha resuelto la duda, ya que a la misma hora estaré volando y no voy a poder ver el encuentro, solo conocer el resultado cuando ya hayamos aterrizado.
¿O habrá wifi en el avión e igual puedo seguirlo por mi aplicación?
Y yo que pensaba tener un vuelo tranquilo…
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