Por ti y para ti, hermano
Por cada insulto o gota de sangre que brotan desde una grada habrá que contraponer el aplauso compartido o el beso anónimo a un escudo
Las redes, tan estúpidas y desagradables en ocasiones, se redimen cada cierto tiempo con pequeños gestos que no significan gran cosa, tan solo que aún queda gente buena y generosa batiéndose el cobre con los habituales acaparadores de ruido. Nada más terminar el partido en el Santiago Bernabéu, con victoria redentora para Barça de Xavi, algunos miembros de la familia azulgrana se acordaron de un hermano desconocido cuya imagen se hizo viral tras la remontada del Liverpool en la Liga de Campeones 2018-2019. En las gradas de Anfield, vestido con su camiseta oficial y rodeado de espanto, nuestro héroe miraba a un lado y a otro buscando una explicación que no llegaba desde ningún flanco hasta que, de repente, sin necesidad de mayor estímulo que el amor a unos colores, reparaba en el escudo estampado sobre su pecho y lo besaba con tanta ternura que a un buen número de licántropos les faltó tiempo para convertirlo en objeto de mofa: para él fue ese primer pensamiento, ahora que la alegría parece haber vuelto a instalarse en la esfera sentimental del Camp Nou.
El fútbol replica la vida de un modo tan perfecto que a menudo se nos olvida valorar lo mucho y bueno que es capaz de devolvernos como sociedad. Nos enfrascamos en cuestiones frentistas, en debates de corte político, y terminamos obviando las pequeñas historias que llenan de color –y calor– un deporte acostumbrado a empañar su propio prestigio en nombre del amor. Los ultras, con sus privilegios y su salvajismo, nos obligan, cada cierto tiempo, a poner kilómetros de distancia entre nuestros sentimientos y los suyos, tan pervertidos por la violencia y el ombliguismo que a uno le dan ganas de renunciar y plantar tomates como forma alternativa de aprovechar los domingos. Pero el fútbol no es eso –o no solo eso–, y por cada insulto o gota de sangre que brotan desde una grada habrá que contraponer el aplauso compartido, el beso anónimo a un escudo o cualquier otro estímulo positivo que nos recuerde por qué amamos el fútbol, en ocasiones, a pesar del propio fútbol.
La revuelta contra la Superliga nos trajo de vuelta aquella vieja máxima de que el fútbol es de los aficionados, no de sus propietarios, una frase que encierra una gran verdad pero también una enorme contradicción. El fútbol como negocio, el que parece dispuesto a vaciar los estadios a cambio de los millones de la televisión, pertenece por ley a quienes invirtieron su dinero en un nuevo modelo de especulación. O en un escaparate publicitario. O en un simple capricho de rico a juego con el mega yate y el palacete: con ese pueden quedarse porque, insisto, legalmente les pertenece. Pero el otro, el que teje hilos irrompibles entre padres e hijos y hasta sinergias entre desconocidos, nos pertenece a todos los que no necesitamos un título de propiedad o un tatuaje bien visible para reconocernos como la base que sostiene este circo. Por más que ordenen, por más que griten quienes jamás comprenderán la grandeza de un juego que va de gente normal latiendo anónimamente bajo un escudo. Por ti y para ti, hermano: el fútbol es tuyo, el fútbol es nuestro.
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