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alienación indebida
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Saoko, Xavi, saoko

Pase lo que pase en Estambul, el Barça llegará a la cita del domingo con la sensación de poder competir, al fin, contra un Real Madrid que no es tan fiero como se pinta

Xavi Hernández, entrenador del FC Barcelona.
Xavi Hernández, entrenador del FC Barcelona.ERDEM SAHIN (EFE)
Rafa Cabeleira

Una motomami sabe que ganar en el Bernabéu te garantiza tener caldo en la nevera hasta bien entrado el verano. Y Xavi Hernández es lo más motomami que se recuerda en el banquillo del Camp Nou desde que Eder Sarabia estampara su Kawasaki contra la incomprensión de un vestuario acostumbrado a sentenciar gallos desde el silencio: del reinado de Messi se podrán decir muchas cosas, pero nunca tuvo necesidad de articular una palabra más alta que otra para imponer sus criterios.

“No podemos tener a un jugador en el equipo que no vaya a presionar”, declaró ayer mismo el técnico catalán: aviso para navegantes, papá. El fútbol moderno, ese que tanto odian los que llaman muffins a las magdalenas, va de once contra once más que nunca. Fuera de los cuartos de la Liga de Campeones se han quedado Messi, Neymar, Mbappé, Haaland, Cristiano Ronaldo, Vlahovic y otros grandes solistas sin orquesta. Confirma esto –o no, pues el fútbol confirma y desmiente la misma cosa y su contraria cada cuatro días– que el futuro del Barça y de cualquier equipo con ansias mayores se escribirá de forma coral o no se escribirá: la competencia establecida en los últimos años no invita al optimismo para quienes decidan fiarlo todo al empuje de una sola locomotora. O de dos. O de tres… Ya lo dice Rosalía, en ese Saoko, papi, saoko surgido de su infinita sabiduría –también futbolística–, que tan importante es la bike como el ride.

Pase lo que pase en la reválida de Estambul –el infierno turco, otro mantra antiguo que debería diluirse como un azucarillo ante el calor del buen juego– el Barça de Xavi llegará a la cita del domingo con la sensación de poder competir, al fin, contra un Real Madrid que no es tan fiero como se pinta, pero que sigue siendo el Real Madrid. La última derrota contra los blancos, en un país que debe ir por las cien ejecuciones sumarísimas desde entonces (igual es que no entendieron bien el mensaje de Rubiales y la Supercopa, habría que preguntar), dejó en el vestuario blaugrana un sabor agridulce que acerca un poco más la tan ansiada victoria frente al eterno rival: en el fútbol, como en casi cualquier otro ámbito de la vida, se alcanza antes los objetivos dando pequeños pasos que grandes saltos, salvo que uno aspire a ser concejal de urbanismo o Eurodiputado. Y el Barça de Xavi los está dando después de tanto gatear y darse cabezazos contra las paredes.

Por no agobiarse, pues la conquista de un templo sagrado como el Bernabéu tampoco debe ser tomada como una obligación, los azulgrana deberían centrarse en un objetivo menor, casi anecdótico, como apoderarse de la silla de plástico que David Alaba alzó al cielo de Madrid la semana pasada como si fuese la decimocuarta Copa de Europa o la primera Superliga: que cada uno escoja su propia aventura. En términos prácticos, unos y otros no se juegan más que tres puntos, pero una motomami no debe renunciar jamás a clavar sus uñas en las carnes del mismísimo demonio. Y eso es, en definitiva, un clásico Real Madrid-Barça: la confirmación de que el fútbol moderno es una mezcla de hambre para hoy, caldo en la nevera para mañana y saoko, signifique esto último lo que signifique.

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