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Area di rigore
Columna
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Garibaldi, Draghi y Mourinho: los intocables

La Roma del portugués ha firmado una media temporada mediocre, pero la afición no osa cuestionar la continuidad del técnico por temor a la falta de alternativas

Daniel Verdú
Mourinho golpea el balón este sábado contra el Hellas Verona.
Mourinho golpea el balón este sábado contra el Hellas Verona.RICCARDO ANTIMIANI (EFE)

La profanación de determinados temas o los ataques a la reputación de cierto tipo de personas con críticas que no deberían nunca aflorar en público se conoce en Italia como “hablar mal de Garibaldi”. La expresión sirve también para rereferirse a asuntos que se consideran sagrados y exentos del juicio mundano. Giuseppe Garibaldi, condottiero, general, revolucionario republicano y santo y seña de la unificación de la Italia a mediados del siglo XIX, es una de ellas. Se puede criticar al Papa, a un padre o al presidente, pero no a Garibaldi (al menos de Roma para arriba). Hay algunos personajes más que comparten esa esfera de protección. Uno podría ser el actual presidente del Consejo de Ministros de Italia, Mario Draghi. Salvador de la moneda única, apóstol de la Unión Europea y poco menos que fundador del Risorgimento moderno. SuperMario se ha convertido en una suerte de sacerdote de quien nadie se atreve a apostillar ni una sola palabra. No sea que decida marcharse y dejar al país a merced del caos. El segundo, mucho más insospechado, por su trayectoria y por las alturas del campeonato a las que estamos, es el técnico de la Roma, José Mourinho.

Era difícil imaginar un arranque peor que el del portugués en su regreso a la Serie A. El sábado la Roma empató 2-2 en casa contra el Verona —salvaron los muebles dos chavales de la cantera— y ya es octavo. Las estadísticas lo hunden en el fondo del lodazal de la historia de los últimos 15 años (tiene siete puntos menos que Fonseca el año pasado a estas alturas). Hoy el equipo se encuentra en pañales tácticos y de juego, no logra superar a la Lazio y está muy lejos de la cabeza. En este momento ni siquiera jugaría ninguna competición europea el año que viene. Pero nadie osa cuestionarlo. Y mucho menos la propiedad del equipo, la familia Friedkin, cuyo patrón apostó fuertemente por él el verano pasado y ya ha anunciado que seguirá la temporada que viene. Veremos qué pasa. Pero todo el mundo sabe que si se va, será porque él lo decida. Porque le llame el Newcastle o algún fenómeno futbolístico paranormal de ese tipo. Pero no le echarán. Es él o el caos. Como si Roma viera en él a un nuevo Garibaldi, solo que incapaz por su propia naturaleza destructiva de coser o unificar nada.

Mourinho, sin embargo, es la figura más importante que han tenido los giallorossi en el banquillo desde Fabio Capello (que precisamente firmó un arranque parecido en su primera temporada, terminando séptimo antes de ganar el scudetto en la siguiente). El portugués ha logrado que no quede una sola entrada para el Olímpico los días que la Roma juega en su estadio. Lo vende todo. Controla emocionalmente la grada y los despachos. Y, sobre todo, no tiene sustituto. Es Mourinho o muerte, como solía decirse en la capital del Imperio romano. Crece el convencimiento de que si el de Setúbal se larga el año que viene a la Premier —o a Turquía, quizá más cerca hoy de sus prestaciones en el banquillo—, la Roma se sumirá en la melancolía definitiva después de años malgastando dinero, esfuerzos y proyectos que debían revolucionar la historia del equipo como el de Luis Enrique o Monchi.

El club lleva ya algo más de 5.000 días sin levantar un solo trofeo. Y los tifosi, sobre todo los de la curva, se agarran a Mourinho como si fuese una estatua de piedra romana a caballo. Están convencidos de que es imposible volver a ganar algo si ni siquiera él lo consigue. Y es cierto que algunos aficionados más críticos piensan que Mr. Zero Tituli —tal y como él se refirió a la Roma cuando entrenaba al Inter para recordar su sequía en la sala de trofeos— no es el adecuado. Pero el miedo que recorre la grada es que el portugués se canse de perder y se vaya, dejando al club todavía más hundido. Una impresión parecida a la de muchos italianos con Draghi estos días. A o al de cualquier Garibaldi moderno que se precie.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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