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Para el debutante Sonny Colbrelli, la París-Roubaix es un paraíso

El ciclista italiano se impone en un sprint de tres novatos al belga Vermeersch y al neerlandés Van der Poel en el Infierno del Norte

Carlos Arribas
Colbrelli levanta los brazos, ganador, entre Van der Poel, a la izquierda, y Vermeersch.
Colbrelli levanta los brazos, ganador, entre Van der Poel, a la izquierda, y Vermeersch.CHRISTOPHE PETIT TESSON (EFE)

Ninguno de los tres ha estado allí antes, a las puertas del velódromo de Roubaix, un anillo de 500 metros de cemento blanco y muy liso, pulido. Ninguno ha estado antes allí, así, sabiendo que uno de los tres, tres actores que se elevan por encima de la humanidad, a la que pueden decir, orgullosos, sabios, la vacuidad de vuestra vida nos estremece; y hablan cubiertos sus rostros con una capa de barro fresco endurecido por el viento, gris de polvo, la señal de su grandeza, la máscara que los distingue de los demás terrenales. Son, así, objeto de adoración.

Son tres debutantes que han envejecido siglos en apenas seis horas de un domingo de octubre, en poco más de 250 kilómetros. Es el final de la carrera conocida como el Infierno del Norte, que en su año 125, y la primera vez en otoño, ha sido el no va más entre campos de maíz más alto que ellos mismos, que se sienten gigantes sobre sus bicis, y flotan bajo la lluvia sobre el barro y los charcos que cubren los caminos de piedra entre los sembrados.

Uno de ellos es un completo desconocido para la afición, es belga Florian Vermeersch, de 22 años, el hombre sorpresa, el jovencito a los que los dioses otorgan, sin que él lo espere, la oportunidad de ver el cielo, de sentirlo cerca, al alcance de su mano.

Los otros dos son más que conocidos deseados, son los ciclistas a los que se espera, a los que se quiere, por los que se sufre y goza. Son la vida. Son el neerlandés Mathieu van der Poel, de 27 años, el elegido, el que carga con el peso de deber ser diferente, único, especial, todos los días de su vida, y Sonny (como Sonny Crockett, de Corrupción en Miami) Colbrelli, de 31, el perro de presa que frente a la fantasía obligada de Van der Poel opone el realismo práctico que hace famosos e invencibles a los deportistas italianos, y hace nada, menos de un mes, descorazonó a Remco Evenepoel, el belga de 21 años símbolo de los que han llegado al ciclismo para emocionar, de los obligados a ir más allá de sí mismos en cada carrera, y después de pegarse como una lapa a su rueda en Trento le ganó en los últimos metros el campeonato de Europa.

Los dos flamencos miden más de 1,90 metros, son esbeltos, pedalean con elegancia, da gusto verlos. Colbrelli es compacto, no llega a metro 80, pero despide tal aire de fuerza, de agresividad, que asusta. Sabe, y todos saben, que no está escrito en ninguna parte que para ser el mejor haya que ser el más hermoso.

Los tres esperan una señal, el instante de sabrosura, como lo define la campeona olímpica Yulimar Rojas, la décima de segundo, en el pasillo hacia el foso de arena, en la que el cuerpo se deja invadir por la adrenalina bombeada por el corazón acelerado y al estímulo responde erizando la piel, que se hace de gallina, y dejando al cerebro en suspenso, en una nube. Y la respuesta le dice al ciclista que está listo, que es invencible. No siente la señal Vermeersch, quien a 250 metros de la línea, en la contrameta del velódromo, lanza su sprint como mandan los maestros de la pista, y lo hace para no acostarse después y dar vueltas en la cama lamentando no haberlo intentado; no la siente tampoco Van der Poel, que hunde la cabeza entre sus anchos hombros, y fuerza su pedalada, sin en ningún momento alcanzar la velocidad deseada, y su gesto de derrotado alerta a Colbrelli, siempre a su rueda, como toda la carrera, que reacciona, siente como le brota la chispa y explota a 25 metros de la línea, y como un fulminante adelante al jovencito belga incrédulo. Colbrelli, primer italiano que se impone en Roubaix en el siglo XXI, es el tercer debutante que lo consigue tras el primer ganador, Joseph Fischer (1896) y el francés Jean Forestier, que superó a Fausto Coppi en 1955.

No llueve en una París-Roubaix desde hace 20 años. Los ciclistas, los más veteranos, como Imanol Erviti, que corre la clásica por 16ª vez en su vida, los más novatos, comparten dos sentimientos, el miedo y el deseo irrefrenable de enfrentarse a él, de derrotarlo. El barro, las caídas inevitables que condenan a todos a la soledad y a levantarse heridos, las averías, son las pruebas que deben vencer, que hunden a Gianni Moscon, el italiano que marcha primero, solo, lanzado hacia la victoria, y que sufre un pinchazo, y, después, una caída tras patinar en la cresta de un asno, y no maldice al destino, sino a sí mismo, como los héroes trágicos, con su máscara. “Tras el pinchazo empecé a ir por encima de mis posibilidades y cometí errores”, dice. “Y por eso me caí”.

La Roubaix recorre los caminos de la recta de Arenberg, bajo los que serpentean antiguas galerías mineras, son las piedras por las que los mineros, cuando aún se extraía carbón, pedaleaban hacia los pozos; los caminos agrícolas del Carrefour de l’Arbre, ante el café que sirve ostras y solo cierra los domingos, moldeados, hundidos sus flancos por el peso de las ruedas de los tractores que los trabajan todos los días, y su cresta es como la espina dorsal de un asno, estrecha y desigual. Y los ciclistas de la Roubaix son mineros, campesinos, trabajadores, que pueden trascender, elevarse de sus vidas de rutina, sentirse únicos superando los obstáculos que les pone el destino, su suerte. Y solo en la Roubaix, desde las raíces de su oficio, lo pueden conseguir. El barro hace impracticables las cunetas que en las Roubaix secas son los mejores caminos para evitar los saltos y los equilibrios de funámbulo en la parte superior, los saltos de saltimbanqui, los patinazos, las caídas que hacen peligroso ir a rueda, y que cortan el cordón umbilical que parece unir en todas las carreras a Wout van Aert, otro de los profetas mayores del milenio ciclista, y a Van der Poel, que se va para adelante con su generosidad obligatoria, y gasta y desgasta sus fuerzas en su búsqueda sin éxito.

Para 71 de los 175 que partieron, los que no pudieron terminar, y, entre ellos, Erviti, el más fuerte de los españoles siempre, la Roubaix fue una escabechina; para los 104 que llegaron al velódromo, incluidos los 10 que llegaron fuera de control, a más de media hora de Colbrelli, y, entre ellos, Niki Terpstra, ganador en Roubaix en 2014, y Dylan van Baarle, segundo hace una semana en el Mundial, terminar fue su mejor victoria.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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