Defensa de la portería
En ‘Elogio del guardameta’ (Renacimiento), Sanz ofrece un ameno recorrido por la historia y las anécdotas de la existencia bajo los tres palos


Cuando se organiza un partido entre colegas, es la posición más complicada de cubrir. En los patios de los colegios o en las calles, se sortea a quién le toca primero, como si fuera un pequeño castigo. Para ser y, sobre todo, para querer ser portero de fútbol, se necesita disponer de un material especial. En primer lugar, físico. El puesto requiere unas capacidades muy concretas, que incluyen una aceptación de los golpes -del balón y contra el suelo, por ejemplo- bastante superior a la media. En segundo lugar, espiritual. Más allá de la soledad en la que viven los partidos, del escrutinio permanente al que se los somete o de la tensión de vislumbrar un bosque de piernas que convierten el área en una trampa, está la peculiaridad de que los guardametas trabajan para evitar la mayor alegría del fútbol: el gol.
Los porteros forman parte de una hermandad que va más allá de los colores de la camiseta. E incluso del propio fútbol. Son una estirpe. A su mística ha contribuido la plasticidad de sus intervenciones y la personalidad que deben demostrar. En Elogio del guardameta (Renacimiento), Javier Sanz levanta una barrera defensiva de apoyo a la posición más complicada del fútbol. Sanz plantea un ameno recorrido por la historia y las anécdotas de la existencia bajo los tres palos, tanto de sus figuras más reconocidas como de los interesantes casos anónimos que rescata. El texto, cargado de empatía -el autor fue portero- sirve también de acompañamiento moral para todos los que decidieron ponerse los guantes.
El resumen popular es que están un poco locos. Quizá se trate solo de que tienen una mejor perspectiva de la vida.
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