Ancelotti, una maldición como otra cualquiera
Mientras la élite del fútbol europeo se arma bajo el sello inconfundible de sus entrenadores, el Real Madrid redobla la apuesta por su intrascendencia, otra vez en manos del italiano
Quiero pensar que buena parte del madridismo opina lo mismo que el noventa y nueve por ciento del resto del mundo: que las tres últimas Ligas de Campeones levantadas por el club blanco descansan sobre los hombros de Zinedine Zidane y Sergio Ramos. A su manera, el francés entendió a la perfección su papel de gestor tranquilo mientras el sevillano se encargaba de encender ese fuego ancestral que convierte a un equipo titubeante en los Imperator Furia del fútbol moderno. Se puede mirar a Cristiano Ronaldo por el rabillo del ojo. Se puede argumentar que la pareja Kroos-Modric han gobernado los partidos importantes a sus anchas. Se puede conceder, incluso, que Keylor Navas utilizaba a Marcelo como el ángel de la guarda que un día nos presentó –sin inmutarse, ojo– el exministro del Interior, señor Fernández Díaz. En definitiva, se pueden decir muchas cosas, todas ellas sujetas con las pinzas del entrenador ideal y el capitán soñado.
El modelo de Florentino Pérez siempre ha sido el de los cromos, dicho sea con el máximo respeto, plantillas estupendas que no necesitan de grandes alardes tácticos para imponer su calidad, de ahí que abunden los títulos europeos y escaseen los domésticos, donde la regularidad acostumbra a imponerse sobre los fogonazos: hablando en plata, el Madrid es una madre del medio fondo, pero una bestia cuando toca jugarse los títulos a hostias. El propio Zidane formó parte de los primeros ensayos, galáctico descomunal que acudía al despacho del presidente cuando surgían problemas, nunca a la caseta del entrenador. “Luis no me pasa la pelota, Presi” es una de las grandes frases de la historia del Real, pero también la constatación de que el articulado del equipo blanco no siempre era de la incumbencia de Del Bosque. Bajo estos condicionantes aceptó Zidane entrenar el proyecto de Pérez hasta en dos ocasiones, probablemente ilusionado en cambiar algunas cosas y reforzar la figura del entrenador de cara al exigente futuro.
Es lo que se intuye en su carta de despedida, al menos: un texto con ese aire de despecho que suele acompañar al soñador cuando la realidad le parte los paréntesis. Y es, también, lo que se vislumbra tras el empeño del presidente por llevar a buen puerto el proyecto de la Superliga, quizá su última oportunidad de perpetuar un modelo que se basa en comprar a los mejores jugadores del mundo con un amplio margen de error. Le ha bastado a Florentino, por ejemplo, con acertar plenamente en el fichaje de Sergio Ramos para compensar otros muchos sin pies ni cabeza, pero también algunos con todas las credenciales del éxito selladas que, sin embargo, terminaron sucumbiendo al mal de altura.
Volar alto es costumbre en un club que utiliza cuartillas con la leyenda de Ícaro para que el turista no le pise lo fregado, pero que la próxima temporada correrá el riesgo de buscar el asalto de los cielos sin apenas astronautas. Mientras la élite del fútbol europeo se arma bajo el sello inconfundible de sus entrenadores, el Madrid redobla la apuesta por su intrascendencia, otra vez en manos de un Ancelotti que ya fue despedido en su día por exceso de pegas. En cualquier otro club se podría anticipar algo parecido a un suicidio, pero el Real ya nos ha demostrado en demasiadas ocasiones que es incapaz de morir incluso cuando se empeña en matarse: una maldición, a fin de cuentas, como otra cualquiera.
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