Laporta, un eslogan en sí mismo
Al expresidente le basta, por ahora, con invocar a la nostalgia, mostrarse conciliador y recordar que no ha perdido ni un ápice de la audacia que tanto gustaba al sector más desacomplejado de la afición azulgrana
Como Godzilla asomando por la bahía de Tokio o King Kong encaramado a la aguja del Empire State: así se presentó Joan Laporta en Madrid para recordar al barcelonismo que el primer paso hacia la felicidad suele ser intentarlo. La suya fue una acción de marketing brillante, respetuosa, divertida y simbólica que lo sitúa en la primera línea de la carrera electoral sin necesidad, al menos todavía, de deslizar las líneas maestras que marcarán su proyecto deportivo, económico e institucional. Le basta, por ahora, con invocar a la nostalgia, mostrarse conciliador y recordar que no ha perdido ni un ápice de la audacia que tanto gustaba al sector más desacomplejado de la afición azulgrana: Laporta sigue siendo Laporta, un eslogan en sí mismo y todo un aviso para navegantes.
Al Barça de hoy lo explican la tristeza y el desencanto, mañana ya veremos. El primer equipo de fútbol masculino, termómetro universal de un club polideportivo, al menos en esencia, lleva años deambulando por una serie de caminos oscuros y callejones sin salida que solo parecen iluminarse cuando se confirma la catástrofe, momento en el que aparecen las ambulancias, los coches de bomberos, la policía y el comercial de la funeraria empuñando una linterna. Contaminado por la naturaleza opaca de sus últimos dirigentes, el azulgrana es hoy un equipo condenado a no entenderse ni consigo mismo, tan obcecado en cuestiones ajenas a lo estrictamente deportivo que por el camino se olvidó de disfrutar los últimos años de Leo Messi, por poner un ejemplo del disparate. Y no es de extrañar, pues de la etapa más vibrante de su historia salió el Barça pidiendo perdón, anomalía representada a la perfección por aquella visita de Sandro Rosell al presidente de Extremadura y la posterior acción de responsabilidad contra la directiva saliente. Se trataba de purgar los éxitos y a sus principales responsables sin reparar en lo irracional: que un cilicio demasiado apretado termina convirtiéndose en un torniquete.
La acción de Laporta en Madrid no supone más que un chispazo de ingenio aleatorio, un pellizco entre amantes reconciliados que apenas sirve como recordatorio del tiempo perdido: ni le concederá la presidencia per se ni debería hacerlo. Sin un candidato que enarbole como propia la bandera del continuismo —cómo será su legado que no ha encontrado ni un triste heredero que la reclame— la disputa se presenta como un mano a mano entre candidaturas hermanas, muy próximas en la concepción deportiva del club y alejadas apenas por las ambiciones personales de los dos candidatos. Víctor Font y Joan Laporta se parecen en lo fundamental pero se diferencian en lo evidente: el carisma y la experiencia, que en fútbol tampoco quiere decir gran cosa. Nada de lo hecho anteriormente te convalida las grandes asignaturas pendientes y no existe una fórmula mágica que garantice resultados, máxime en un club condenado a la economía de guerra durante la próxima década. Por eso la decisión se podría antojar más sencilla de lo que parece en un principio: votar por Laporta o bien por cualquier candidato que no renuncie a convertirse en el próximo Laporta.
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