Héroes contra intrusos
Cada vez que miramos, el fútbol es más víctima de las grandes fortunas, más elitista y menos auténtico
¿Quién defiende al fútbol?
Cuando la economía entró al estadio, trajo consigo a ejecutivos muy necesarios para que a los clubes les salieran las cuentas. Marketing, televisión, palcos… Gestores capaces que, a estas alturas, lo saben todo sobre el fútbol como valor de cambio, pero menos sobre su valor emocional, popular, cultural y hasta simbólico. El problema es que estos intrusos ya no se contentan con manejar el negocio y se están apoderando del juego ante la pasividad de las fuerzas vivas. Los hinchas hacen cosas de hinchas peleándose en las redes, los jugadores top están ocupados eligiendo el color de su nuevo Ferrari, y los comunicadores no remamos contra corriente porque sabemos que, hacerlo, es muy arriesgado. Cada vez que miramos, el fútbol es más víctima de las grandes fortunas, más elitista y menos auténtico. Pero aún hay personajes valiosos que con sus actitudes lo preservan como la reliquia que es.
La ética también gana.
La lucha de Bielsa contra un sistema que consagra a los ganadores y condena a los perdedores es tan épica, que le sienta mejor perder que ganar. De modo que, tras lograr el campeonato y el consiguiente ascenso a la Premier con el Leeds, antes que sentirse triunfador, habrá encontrado coartadas de responsabilidad social para perdonarse la satisfacción: el placer del deber cumplido ante la afición, la recompensa por el esfuerzo ante los jugadores, el haber honrado la confianza contractual ante los directivos. Sentirse feliz le parece un abuso individualista despreciable. Para Bielsa, el triunfo solo tiene sentido como recompensa por la acumulación de méritos. Solo disfruta si se lo merece. Bielsa es, en sí mismo, la rama futbolística de la filosofía moral. Rama extravagante y hasta heroica, porque al fútbol actual no le interesa ni la filosofía ni la moral. El que gana tiene razón y a otra cosa mariposa.
La pasión humanística.
Un entrenador camina siempre por una cornisa. Seguir o caerse depende de un gol o de un punto, y se lo recuerdan directivos, periodistas, aficionados. A Zidane esa presión no le confunde. Festejó la Liga abrazando a todos los jugadores con una sonrisa de oreja a oreja. Y todos los abrazados se derretían por sentir el privilegio de ser queridos por ese hombre al que seguramente admiran. Un entrenador no tiene una sola manera de convencer. Convencen los resultados, el prestigio, el conocimiento. Pero convence, también, el afecto. Cuando los jugadores sienten que el entrenador es leal, tiene sentido de la justicia y transmite confianza, se entregan a la causa poniéndole alma a lo que hacen. No es lo mismo hacer las cosas porque se debe que hacerlas porque lo sienten. En fin, Zidane es la muestra perfecta de que un entrenador debe saber de fútbol y de seres humanos.
El fútbol de siempre.
Hablo de elitismo en términos generales porque en todos los países pasa lo mismo: mandan los grandes. En España, al periodismo, al VAR y también a mí, nos interesan el Madrid y el Barça sobre todos los demás, porque la fuerza de la corriente nos va arrastrando. En la última jornada, con solo una plaza de descenso y dos de UEFA en juego, debimos mirar hacia abajo y fue emocionante disfrutar de partidos jugados al borde del sistema nervioso y con un esfuerzo titánico. No hacía falta ser del Leganés, Celta, Getafe, Granada o Real Sociedad. Era el espíritu amateur del fútbol el que nos tenía conectado a los partidos hasta que, al final, nos conmovieron tanto las lágrimas de los supervivientes como las de los ahogados. Esa es la magia que los gestores tienen que vender al precio que sean capaces, pero sin contaminar la fuerza espiritual y salvaje de un juego que no necesita modernizarse para seguir fascinándonos como si fuéramos niños.
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