Nadal, la tierra y París: el idilio perfecto
El español desborda a Thiem en la final (6-3, 5-7, 6-1 y 6-1, en 3h 01m) y celebra su duodécimo título de Roland Garros. Suma 18 grandes y se sitúa a solo dos de Federer (20), tres por encima de Djokovic (15)
Llega mayo, y como si de una cuestión litúrgica se tratase, el peregrinaje de Rafael Nadal a París concluye una vez más como el año anterior: elevando la Copa de los Mosqueteros y mordiendo el metal, proyectando su leyenda sobre la arcilla hacia el infinito. Nadal y Roland Garros, el maravilloso cuento de nunca acabar. Son ya 18 grandes, a solo dos de Roger Federer (20) y tres por encima de Novak Djokovic (15). Son ya 12 trofeos en la Ciudad de la Luz, este último obtenido después de un paseo de principio a fin, sin mayor oposición en el trazado que la planteada por el teórico sucesor, Dominic Thiem, en la final de este domingo: 6-3, 5-7, 6-1 y 6-1, en 3h 01m. A sus 33 años, Nadal continúa desafiando a la lógica. Parece dar igual cómo llegue, qué haya podido hacer antes, quién esté enfrente: siempre acaba rebozándose de tierra.
El reloj no alcanza las cuatro de la tarde, cuando a Thiem ya le ha caído encima una tonelada de hormigón. Queda un mundo, pero solo el más optimista contempla la posibilidad de escapatoria para el austriaco, que guerrea con todo y se rebela, levantándose en armas contra el destino, hasta que la fina cornisa sobre la que se desarrolla el primer parcial se rompe. Van tensando la cuerda uno y otro, y, como suele ocurrir, más todavía en París, Nadal se lleva el trozo más grande. El rival pega, fuerza, aguanta y le exige, pero el mallorquín devuelve la rotura y después sortea un séptimo juego durísimo. Nadal es el mayor homenaje a Houdini. Él siempre mete una más, pase lo que pase.
No hay rastro del viento y hace una agradable temperatura en París, que ya no mira al cielo porque las nubes respetan y el público chic de la Chatrier está ya solo pendiente de la pista. Ahí abajo, Thiem mastica una barrita energética y se hidrata. Piensa, y mucho. Tremendo golpe para empezar. Nadal ya ha marcado músculo, el terreno se inclina y se le pone vertical; la tentación de dejarse llevar puede estar ahí, pero el austriaco la olvida. Tiene mil excusas: es su cuarto día consecutivo jugando, lleva una paliza de aúpa y menos de 24 horas antes estaba rindiendo a Novak Djokovic; y enfrente, claro, está el todopoderoso Nadal. Sin embargo, lo digiere.
Hacía mucho que el español no se veía obligado a corretear así, abarcando hasta el último rincón de la pista porque Thiem así lo propone. Pocas derechas y pocos reveses como el suyo, violencia y angulación al límite. De fondo se escucha momentáneamente la cancioncilla de La Guerra de las Galaxias, entonada por la charanga que anima la fiesta en la Plaza de los Mosqueteros, y el austriaco se encarna durante el segundo set en una suerte de Obi-Wan Kenobi, porque tiene agallas el chico y es valiente, seguramente de lo mejorcito tras los tres colosos. Le arrebata la manga a Nadal –la última vez que alguien le había birlado una en una final francesa fue en 2014, mérito de Djokovic– e iguala, cuando tal vez pocos lo esperaban.
Vuelta a empezar, teórico equilibrio. Pero no es así. La reprimenda que recibe Thiem es radical. El partido continúa dirimiéndose todo el rato desde los fondos, porque ni uno ni otro abandonan la línea franca de percusión, sabedores los dos de que una y otra bola pesan como ninguna en el circuito, y obligan constantemente a recular. Los riesgos, ya se sabe, deben ser calculados. Las únicas expediciones a la red son para cazar dejadas, poquitas pero buenas esta vez. Thiem, un todoterreno con caballos en las piernas, exhibe potencia y sigue afilando la mirada, pero se lleva un sopapo en toda regla.
Nadal se recompone como si nada y le endosa cuatro juegos consecutivos, cediendo uno de cortesía y sellando el tercer parcial, con esa desorbitante confianza que solo él tiene y que en el Bois de Boulogne se multiplica por mil porque, precisa Carlos Moyà, juega en casa. No hay en el tenis un escenario que se ajuste tanto a un personaje como la pugilística Chatrier al español.
Vuelve a ir por delante Nadal, y Thiem no tiene ya solo ante sí el desafío de los desafíos, sino lo siguiente. Entonces pierde efervescencia el duelo, se agiganta Nadal y la resistencia del austriaco va menguando pese a que la grada tenga más ganas de guerra y trate de reanimarlo a gritos: “¡Do-mi-nic, Do-mi-nic, Do-mi-nic!”. No se rinde Thiem, pero el segundo baño de cemento que le aplica el número dos ya le hace demasiado daño, y progresivamente cede. Todo comienza a hacerse más previsible y Nadal empieza a divertirse como un niño, trazando paralelos, enroscando la pelota y gozando en dirección al duodécimo éxito en París.
La última derecha del rival se marcha larga, y se repite la historia de cada primavera: Nadal al suelo, rostro emocionado, brazos en alto. El gran dominador no tiene límites. Es 9 de junio, y queda grabado para siempre porque supera además el récord de Margaret Court en Melbourne, sus 11 premios entre 1960 y 1973. Nunca había estado tan cerca de Federer. Si él está bien y el viento sopla a favor, no hay quien pueda hacerle cosquillas en su reino. Ni Bolt y el tartán, ni Schumacher y el asfalto, ni Phelps y las aguas. Nadal, la tierra y París. ¿Acaso hay una conjunción mejor?
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