La camiseta del Barça: gato por liebre
A los culers que piden fidelidad a los símbolos por una cuestión de identidad no les gusta que se toque el escudo ni la camiseta
La camiseta cuadriculada del Barça está en boca de todo el mundo, una buena noticia seguramente para el club y para Nike. No se trata de que guste más o menos sino que no provoque indiferencia; si se cambia cada temporada es para que se venda en las tiendas y en el Camp Nou. Todavía no hay ningún estudio que permita saber si tiene éxito o no más allá de las encuestas que hacen los medios de comunicación; solo se sabe que ha creado mucha polémica y no acaba de contentar a nadie, ni a los clásicos ni a los modernos, como pasa con muchas de las propuestas de la junta de Bartomeu.
El presidente aspira a contentar a todos, política que difícilmente funciona, y menos en el Barça. A los culers que piden fidelidad a los símbolos por una cuestión de identidad no les gusta que se toque el escudo ni la camiseta, y en esta ocasión han desaparecido las franjas, tanto las verticales como las horizontales, que esta directiva ya impuso en 2015. Acaso admiten que se pueda mercadear con la segunda y la tercera camiseta, que incluso llegó a ser blanca, pero ahora se sienten traicionados porque las rayas se han convertido en cuadros, arlequinada como la del Sabadell.
Tampoco ha complacido a los innovadores porque no la consideran rupturista sino que evoca a algunas ya existentes, sobre todo a la de Croacia. Incluso clubes como el Espanyol han dispuesto en algún momento de una camiseta a cuadros más atrevida que la presentada por el Barça. Quizá una de las indumentarias que causó mayor impacto fue aquella del Athletic llamada Ketchup del año 2004. El diseño del artista vasco Darío Urzay se consideró demasiado transgresor y fue retirada enseguida por los directivos del club de San Mamés.
La que ahora vende el Barça se queda a mitad de camino: no respeta el acta fundacional del club, que habla de “líneas perpendiculares” ni tampoco es consecuente con su voluntad de inspirarse en el Eixample de Barcelona: no hay rastro de los chaflán de Cerdà. No es de recibo vender gato por liebre y por tanto no ha habido ningún arquitecto ni profesional liberal vinculado a la ciudad capaz de defender este punto de vista, mientras el presidente Bartomeu ni se ha inmutado. El Barça necesita vender y hacer caja para cuadrar las cuentas el día 30.
A veces se ha calificado al consejo que preside Bartomeu de neonuñista pero el actual presidente no tiene nada que ver con el anterior a la hora de explicar su política comercial. Núñez defendía las decisiones que tomaba hasta las últimas consecuencias, una actitud diferente a la Bartomeu, quien incluso retiró en la última asamblea la propuesta de modificación del escudo del Barça. Los hay como el precandidato Víctor Font que también proponen que los cambios de camiseta tengan que ser avalados por la opinión del socio, ya sea a través de la asamblea o a través del voto electrónico.
A menudo da la sensación de que Bartomeu compra y vende ideas sin que esté muy convencido de ellas. Ocurre cuando habla del más que un club o del estilo de juego. Pronto inaugurará el estadio Johan Cruyff después de haber tenido serias discrepancias con el fundador del Dream Team. Todo vale para potenciar la marca Barça y capitalizar un club con serios problemas para cumplir el límite salarial después de presumir de tener al mejor equipo del mundo y, sobre todo, al mejor jugador del universo: Leo Messi.
Si Messi marca muchos goles y el equipo gana, como pasó en 2015, nadie se quejará por la camiseta; aquel año incluso se asumió que los pantalones fueran rojos. Mientas, sin embargo, se seguirá hablando con mal humor de los dichosos cuadros, salvo que en plena evolución comercial del fútbol aparezca alguien con una declaración tan rompedora como la que hizo de Cruyff el día en que el Barça puso una línea blanca en la camiseta y respondió más o menos que el blanco no era propiamente un color sino que en el caso azulgrana solo funcionaba por oposición.