Benedetto, el héroe maldito
El ariete de Boca, que se sobrepuso a la muerte de su madre con 12 años, marcó el 1-0 y dotó a su equipo de un eslabón que, tras su salida lesionado, no encontró relevo
Darío Benedetto es un hombre torturado. Los tatuajes que ilustran su cuerpo moldeado de boxeador advierten peligros conjurados por crucifijos, rosarios, rosas negras y calaveras. Su biografía revela una clave lúgubre. Su madre, Alicia Oviedo, murió cuando él tenía 12 años. Sufrió un paro cardíaco mientras le veía jugar al fútbol en un equipo de las categorías inferiores de Independiente. Descompuesto por el dolor, el chico dejó el fútbol por la albañilería. Regresó a duras penas. Apenas asentado en Arsenal emigró a México, al inhóspito Tijuana. Fichó por Boca en 2016 y en esta Copa Libertadores se reveló como un héroe. Su apoteosis se produjo en el lugar más insospechado. A las 21:15 de una noche de invierno en el Bernabéu. La hora en que recibió el primer pase de la noche y lo convirtió en gol.
El partido pasará a los anales del fútbol por su exotismo sin decodificar. Ni los más de 40.000 hinchas argentinos que midieron sus coros enfrentados en el Bernabéu parecieron determinar lo que veían sobre la hierba. Error tras error, fallo tras fallo, pelota tras pelota mal entregada, cuerpos que chocaban, jugadores que rodaban retorciéndose de dolor porque no habían llegado a tiempo de controlar un balón ingobernable, se sucedieron durante más de media hora de horror. La ansiedad carcomió al partido hasta devolver al viejo estadio a su orden natural de silencio. Las hinchadas asistían perplejas cuando en el minuto 43 se desencadenó lo imprevisible. El uruguayo Nahitan Nández levantó la vista, metió un pase de 40 metros, y encontró al destinatario. La conexión resultó insólita. Fue el primer pase de más de 10 metros que no acabó en tierra de nadie.
Nández no parecía el hombre predestinado al acierto. Apodado León, el muchacho, de 22 años, encarna los atributos del volante charrúa. Garra, sangre fría, madurez y una marcada predisposición a disfrutar cuando todos tiemblan. Quizás, solo hacía falta eso para dar un pase bueno ayer. Un punto de entereza más que un buen nivel técnico.
Decía Carlos Queiroz, exseleccionador de Irán y Portugal, que este partido era terrible: “Deportivamente hay algo que no tiene sentido; normalmente, cuando un equipo pierde un gran clásico, puede consolarse por la idea de que el futuro le deparará una oportunidad de redimirse. En este River-Boca esa posibilidad no existe. El perdedor nunca podrá recuperarse de la derrota”.
El alboroto de Nández
Queiroz se acercó a Chamartín como tantos hombres del mundo del fútbol, atraído por la curiosidad. La misma curiosidad morbosa que atrajo a gente como Griezmann o Messi, apostado en un palco junto a Jordi Alba, por el imán de un partido sin precedentes por el enredo, la violencia, y el misterio que lo precedió. Un arcano demasiado profundo como para encontrar una explicación definitiva alguna vez y una amenaza destructiva para los futbolistas que se vieron implicados. La presión resultó asfixiante.
Nández rompió la inercia de miedo e imprecisión. Paradójicamente él, uno de los jugadores más alborotados de la plantilla xeneize. Un fragoroso mediocampista de lucha, valorado por su disciplina táctica y su resistencia física más que por la calidad de su pase. Sorprendió a propios y extraños cuando abrió el pie y partió en dos a River con un envío raso. Pínola no llegó a interceptarlo, Benedetto lo controló, y al ver que Maidana le salió al corte le hizo una gambeta. Con el metro que le proporcionó la finta remató a gusto y abrió el marcador.
El 1-0, contra la portería del fondo sur del Bernabéu, desató a la hinchada allí apostada. El pueblo azul y oro cantó a todo pulmón en una expresión masiva del delirio: “¡Y ya lo ve, y ya lo ve, somos locales otra vez...!”. Benedetto lo celebró corriendo enajenado. Cuando en plena carrera se encontró con Montiel, el lateral derecho de River, lo retó sacándole la lengua. Como un maorí.
Media hora duró la fiesta boquense. La final más larga de la historia tardaría más tiempo en cerrarse. Por el camino, Benedetto pidió el cambio a su entrenador, Guillermo Barros-Schelotto. Quizás lesionado, no se encontró en condiciones de seguir en el partido. Su salida de la cancha, bajo el aliento feliz de los seguidores de Boca, prefiguró la tragedia. Ninguno de los cambios tácticos compensaron su ausencia. Wanchope no fue capaz de enlazar con los mediocampistas.
Benedetto se marchó con sus tatuajes y su aire melancólico cuando el partido iba 1-0. Su gol fue apenas un chispazo en la oscuridad del juego exhibido por su equipo. Boca nunca se elevó por encima de la efímera conexión de Nández-Benedetto en el minuto 43. Tanta felicidad para nada.
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